El fútbol ha formado parte de mi vida. Puedo afirmar que soy uno de los pocos gays a los que les gusta el llamado deporte rey, y es que conozco a pocos maricones a los que les guste o les haya gustado tanto. Cuando era un niño de cuarto de egebé había un aspecto que me separaba del resto de compañeros: ellos hablaban de un juego que yo no entendía. Ese año se celebraba en España un acontecimiento de máxima cobertura mediática: el mundial de fútbol, el cual alimentaba conversaciones de recreo que me perdía por no entender ni siquiera lo que significaba marcar un gol. Yo siempre he sido un niño curioso y todo lo que ha ocurrido a mi alrededor ha suscitado mi curiosidad. De tanto oír en los telediarios, de tantos programas especiales, de tantos partidos amistosos, de tantas conversaciones de mis compañeros de juegos terminé preguntándome que aquello que estaba en el candelero debía de ser algo importante. Y hoy en día todavía lo mantengo, aunque la visión que actualmente tengo del balompié diste de la curiosidad, pasión e incluso obsesión que llegué a sentir en ciertas etapas adolescentes de mi crecimiento. Aún no he hecho un análisis de por qué me llegó a gustar tanto este deporte. Mi madre se escandalizó de que pasase en cuestión de meses de la más absoluta indiferencia a una enardecida atención. El mundial de fútbol de España, la liga 82/83, ganada por el Athletic y perdida por el Real Madrid, la fase de clasificación a la Eurocopa de Francia, copada por el legendario partido contra Malta, tuvieron parte de culpa de que empezase a apasionarme este deporte tan masculinista de masas.
Una de las razones de esa repentina fijación en el fútbol fue que me entró por uno de los canales que más han determinado mi vida intelectual: la lectura. Durante el año 1982 se publicaron centenares de libros sobre los mundiales. Muchos de estos libros los sacaban las marcas patrocinadoras y muchas de ellas dejaban ejemplares de regalo en el bar de mi padre. Esos libros contenían una de las cosas que siempre más han arrastrado mi atención: números y estadísticas y nombres de países. Aún recuerdo cómo me pegué al globo terráqueo que mi padre me compró cuando tenía seis años. Me pegué a él como si fuera una polilla. Con siete años me sabía de memoria todas las capitales europeas y americanas. Las africanas estaban en el hemisferio sur y me costaba más verlas. Ahora tenía en mi poder libros con los nombres de esos países y sus resultados a lo largo de la historia de los mundiales. Enseguida me aprendí todos los campeones, subcampeones, goleadores, sedes, incluso datos aparentemente intrascendentes como los equipos que nunca lograron marcar un gol en una fase final. Pronto comencé a cambiar mis colecciones de álbumes de series de dibujos animados por álbumes de fotos de futbolistas. Ese año Danone publicó un álbum de cromos de la historia de los mundiales y el mundial de España. Seguidamente, y durante varias temporadas, estuve coleccionando cromos sobre la liga española. Así pude admirar uno de los elementos y una de las cosas que más me atrajeron: los futbolistas.
Con diez años, para mí los futbolistas eran personas mayores. Eran tíos que corrían, sudaban y se peleaban llegado el momento. No se me ha olvidado el partido inicial de la Eurocopa de Francia en el que Amorós le dio un cabezazo a un jugador danés. La selección danesa no había disputado el mundial y era la gran sorpresa de la fase final europea. A mí esa selección me atrajo por varias razones: me hacían gracia los nombres, todos terminados en –sen, me gustaba la uniformación entre roja y rosa, y había algo en algunos judadores que no me asustaba. En el mundial de España jugadores germánicos como Rummenigge, Stilike o Schuster me aterrorizaban con sus mostachos vikingos. Los jugadores daneses eran los primeros nórdicos que yo veía en pantalones cortos y sin bigote. Se me antojaban niños como yo, niños con los que a mí me hubiese apetecido jugar, o mejor dicho, hablar después de que ellos hubiesen jugado. Porque mi inclinación por el fútbol siempre ha sido pasiva. Las veces que he intentado jugar siempre he acabado arrepintiéndome haber jugado y prometiendo que esa iba a ser la última vez. Los daneses me inspiraban confianza, y me alegré muchísimo cuando se clasificaron para las semifinales, a pesar de que en ellas se enfrentarían a España, y yo por aquella época creía que España era lo último y lo primero. Cuando Sarabia marcó el gol clasificatorio en los penalties, por supuesto fui uno de los millones de españoles que saltó por lo aires de alegría de que la selección, después del desastre del mundial, alcanzase una final, hasta la fecha la única que le he visto jugar. Sin embargo, sentía pena por los daneses a los que me hubiese gustado haber seguido viendo por televisión. En el mundial de Méjico iba a seguir teniendo ese gusto.
Fue precisamente durante la fase de clasificación a este mundial cuando me encontré con mi primera epifanía futbolístico-erótica. A España le había tocado un grupo asequible: Escocia, País de Gales o Islandia no debían ser rivales para la consecución de la tan ansiada clasificación al país azteca. Sin embargo, tras ganar 3-0 a los galeses en Sevilla, dicha clasificación empezó a torcerse una aciaga noche en Glasgow. Yo vivía todavía en esa colmena de edificio en el barrio de Santa Bárbara, y desde la tele pequeña de mi habitación fui testigo de una severa y justa derrota ante los escoceses. Dos de los goles rivales fueron obra del baluarte de mis sueños húmedos durante las siguientes semanas. Se apedillaba Jonhson, y con su cabellera rubia peinó dos cabezazos a los que Arconada no pudo llegar en el primer tiempo. En la segundad mitad, en un lance del juego, el pantalón se le fue arriba, dejando visible ante las cámaras y mis ojos un glúteo blanco y marmóreo con el que soñé esa noche haciéndome una de mis primeras pajas. Esa imagen me persiguió durante un tiempo, y durante ese tiempo yo también la perseguí. Cuando años después vi la película de James Ivory Maurice, la imagen del rubio Jonhson todavía estaba ahí, así como su glúteo al que mi imaginación le concedió un lógico gemelo. Desde entonces, he tenido debilidad por los jugadores de fútbol rubios y con buen pandero: Koeman y Maceda, entre otros muchos, fueron otros compañeros de sueños sicalípticos que hicieron del fútbol para mí algo más que un deporte.