sábado, 28 de abril de 2007

Por qué odio al PP, parte I

Desde hace cinco o seis años he convertido la discrepancia en odio hacia unas siglas, que no hacia una ideología, que por supuesto no comparto y que, por culpa de esas siglas y de otros exponentes europeos como Berlusconi o Sarkozy, me cuesta cada vez más respetar.

El odio, como el amor, es algo que hay que intentar racionalizar. Es la única manera de que se convierta en un sentimiento inteligente, si se admite la contradicción. En este caso necesito poner por escrito por qué se me revuelve el estómago, o por qué me entran ganas de quemar el televisor, cada vez que por él salen reptiles como Zaplana, Acebes, Esperanza Aguirre o la sombra del enano con bigote.

Para empezar los odio, porque son la continuación del franquismo por línea familiar, que es la línea temporal que el antiguo régimen siempre ha utilizado como lógica del paso del tiempo. Trillo, Mariscal de Gante (ministra de nosequé en el primer mandato de Aznar I), Acebes, Aznar I, Esperanza Aguerrida o Michavila el Creyente, son sólo algunos ejemplos de vástagos de hijosdeputa que hicieron posible el franquismo desde posiciones ministeriales u otras sinecuras de más baja estopa. Por supuesto, no se nos puede olvidar el padre de toda esta estirpe dinástica: Fraga el Eterno, sólo que éste no es hijo, sino padre y espíritu santo del antiguo movimiento nacional embalsamado en vida para gloria de los gallegos y senadores de todo el reino. No obstante, los personajes no serían lo más importante en la continuación de la saga si no fuera porque la acción tiene los mismos ingredientes: nacionalcatolicismo a marchamartillo, coalición de intereses con el mundo empresarial y obsesión compulsiva en capitalizar la idea de España como algo ultramundano, anterior incluso a la formación del mismísimo universo.

Para continuar, los odio porque son los estandartes de la mentira mediática, actualizada hace cuatro años en arma de distracción masiva a propósito del desmadre de las Azores y la espantosa guerra de Irak. Para ello han hecho suya la frase de Goebels, antiguo ministro de propaganda en Alemania durante el III Reig: repite una mentira tantas veces como haga falta y al final se convertirá en verdad. Para ello los de la doble P se sirvieron de los servicios de la Urraca Urdaci, convertida a la sazón en pregonero oficial, aparte de acaparar debetes, tertulias y demás programas de información con periodistas afines. Nunca jamás había sentido tanta desesperación y vergüenza al ver un telediario como las que sentí hace tres y cuatro años apropósito de asuntos como la Huelga General, el desastre del Prestige, la guerra de Irak, la tramitación de leyes como la LOCE, el golpe de Estado institucional en la Asamblea de Madrid, y por supuesto, el horrible atentado islamista del 11 de marzo. Estos son sólo algunos ejemplos de cómo la doble P intentó manipular a la opinión pública reduciendo sus informativos única y exclusivamente a la visión oficial que favorecía los intereses del gobierno de turno. De esta manera, asistí, espantado, a la mayor masacre mediática que ha sufrido la democracia española. Me di cuenta que en el mundo contemporáneo los golpes de estado con pistola tipo Tejero ya no son necesarios. Lo único que hace falta es hacerse con los medios de comunicación para cocinar la única verdad que quieres que los ciudadanos conozcan. Y eso, princiapalmente, más allá de la mala gestión en otros asuntos, fue lo que más me asústó de la doble P: su infinita capacidad para dejar sin valor real a la democracia.

Por otra parte, los odio con todos mis higadillos porque son los principales responsables políticos de que nuestros ecosistemas, tanto naturales como urbanos, estén degradadísimos. Ellos son los responsables del peor y el más insotenible desarrollo urbanístico de toda Europa, de que nuestras costas sean parajes desolados por el cemento y la especulación, de que el turismo de interior esté encaminado exclusivamente a resorts de lujo con imposibles campos de golf, de que las ciudades en las que gobiernan cada vez haya más coches y contaminación y menos servicios públicos de transportes, de que no se rehabiliten zonas históricas sino que se deje que se degraden con el único fin de especular, de que confundan progreso con destrucción urbanística y natural.

Finalmente, (por ahora), los odio por su pertinaz homofobia.

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