El Gran Salto.
¿Podríamos, de hecho, encontrarnos ante el gran salto de la literatura gay en nuestro país hacia una literatura de gran calidad, de primera calidad incluso,en la que los personajes expresan su sexualidad libremente, ora en clave heterosexual ora en clave homosexual? Es curioso que nos hagamos este planteamiento, repleto de tesis deconstructivista, a la luz del primer premio de literatura gay que se concede en nuestras letras.
Pero lo cierto es que Alberto Ciáurriz, un maduro escritor navarro prácticamente desconocido, nos tenía reservado, como bien diría Vanessa Williams en su canción, lo mejor para el final, el final de esta década, se entiende.
El Gran Salto tiene, como los grandes relatos universales, una visión globalizadora en lo que se refiere al escope de la vida de sus personajes. Contada en media res, nos encontramos a Arturo hablando sorprendido tras varios años de silencio, con su prima Rosa, la cual le invita al reencuentro con parte de su familia en la vieja mansión de Alpedrejo, donde Arturo solía pasar todos los veranos de su infancia junto a su taciturna y maniática tiabuela. En el que iba a ser el último de esos veranos, en medio del tedio de sus lecturas y una incipiente conciencia del deseo como forma de percibir el medio ambiente que le rodea, Arturo conoce a Fernando, un chico del pueblo del que se enamora, con el que tiene su primera relación sexual en un entorno intensamente bucólico, y con el que inevitablemente sufre la primera gran amputación de ese deseo y amor, debido al miedo y la represión del chico lugareño.
En esas primeras escenas de Apedrejo, naturaleza y sociedad son elementos discordes que juegan un pulso en el que cruelmente gana la última. Es de esta derrota de la que parte el resto de la novela, una verdadera búsqueda por recobrar el paraíso perdido a través de un purgatorio del que el protagonista inopinadamente va tomando conciencia e incluso formando parte.
En lo que sin duda ha de ser una de las grandes obras de esta década, Alberto Ciáurriz traza una obra a medio camino entre la novela y el relato. La amplia consideración temporal hace que la obra se enmarque dentro de la tradición novelistica, mientras que los recursos empleados por el autor para pincelar escenas con apenas dos o tres adjetivos y pocos sustantivos más; los resotes empleados para pasar adelante la cinta de la vida de los protagonistas; el pleno uso de desarrolos frente a unas muy bien conseguidas situaciones de crisis, hacen que la narración se aproxime y se encuadre mejor en la categoría de novela corta, tan poco prodigada en nuestras letras en una época en la que lo único vendible parece ser lo que supera las trescientas páginas.
Café Taurus
En lo que supuso la primera novela de Alberto Ciáurriz en ver la luz, nos encontramos con una historia que nos resulta muy familiar, en todos sus aspectos: para empezar es la crónica de una familia, condensada en apenas los últimos días de un agónico verano entre el azul cegador del mediterráneo y la gris cotidianeidad de Madrid; para continuar, está contada con un estilo fluido, que hace que en ningún momento nos desfamiliaricemos ni con los personajes ni con la historia que éstos van trazándonos. Tanta familiaridad, sin embargo, juega a veces en contra de la calidad de la narración, por cuanto el lector a veces necesita que se le cuenten cosas, por muy familiares que sean, con un mínimo de originalidad, desfamiliarizándolo de la escena, añadiéndole a su lectura un ingrediente novedoso por el que luego pueda ser recordada. Leer Café Taurus es como beber un vaso de agua: reconfortante, refrescante incluso, pero algo de lo que luego apenas te acuerdas.
La acción está planteada con una gran inteligencia. Los varios personajes que por turno van focalizando la acción llegan un punto en el que alcanzan, en su devenir narrativo, una extraña e inverosímil correlación, que sin embargo se nos muestra como algo totalemente coherente. Así, la única coincidencia se produce en el avión en el que Rosa viaja de regreso a Madrid y conoce al que a la postre se convertirá en el compañero sexual del hijo de su actual amante. Estos varios personajes (Juan, Teresa, Juandos, Iván, Sita, Martín, Rosa, Emilio) van naufragando cada uno a su manera en sus respectivos intentos por acercarse unos a otros a través de una afectividad que no logran entender ni transmitir demasiado bien, a pesar de sentirla. Los conflictos que cada uno va planteando tienen como piedra de toque el sexo, tanto para destruir así como para recomponer lo destruido. No obstante, en ciertas escenas de clímax conflictivo, (como cuando Juandos le revela a su madre su homosexualidad, o cuando ésta le plantea a su marido la gravedad real de su situación, o cuando el primero habla con Emilio sobre su situación con Iván) a los protagonistas les falta veracidad y fuerza en unas pasiones que de otra forma nos arrastrarían de verdad.
Es una de las pocas novelas en las que las relaciones sentimentales tanto homo como hetero conviven cada una a su manera, inmersas en la misma telaraña de una conflictividad resultante de la tensión entre la búsqueda y el deseo de unas personas por otras. Alberto Ciáurriz, lejos de desproblematizar la homosexualidad, lo que hace es problematizar la sexualidad y la afectividad enteras, cuando éstas no son lo suficientemente comprendidas por la personas implicadas. Curiosas son las palabras de Teresa al hablar con su marido sobre la homosexualidad de su hijo aduciendo que “ser gay es, incluso más fácil que ser heterosexual” (p. 149)
Asimismo, es una de las primeras novelas en castellano, amén de las de Jaime Bayly, que aborda el tema de la orientaión sexual y lo entreteje en el contexto de la familia tradicional, con la cual las emergentes actitudes sexuales del personaje gay se reflejan en el mismo prisma de éxitos o fracasos, sin que en realidad hay una gran diferencia entre la felicidad fingida de la familia heterosexualizada y el desasosiego genuino del homosexual por creer no pertenecer en el medio en el que ha sido educado.