martes, 23 de junio de 2009

Götterdämmerung: El fin de la Tetralogía

Hace dos años, Miguel y yo comenzamos la andadura del ciclo nibelúngico con El Oro del Rhin. Unas semanas después, la codicia de Alberich aún sonando, vino La Valquiria con su cabalgata. Tuvimos que ver cómo la dirección del Palau se sacaba de la manga el absurdo as del Festival del Mediterráneo con el fin de recaudar más dinero fuera de abono al año siguiente, eso sí, programando sólo Sigfried. Este año, también en el Festival del Mediterráneo hemos asistido a una memorable representación de El Ocaso de los Dioses, o Gotterdammerung, como me gusta rememorarla en un alemán de dudosas diéresis que no sé dónde poner. Sin duda alguna, y en contra de algunas opiniones que había escuchado, es la más espectacular de cuantas óperas forman la épica tetralogía wagneriana. Las más de cinco horas que dura la representación suelen ser óbice para que muchos amantes a la ópera (más bien al bel canto) se acerquen a disfrutar de la mejor música sinfónica del siglo XIX. Bien es cierto que Wagner no se preocupaba (especialmente en esta tetralogía) por componer arias de lucimiento, pero la fuerza que tiene la orquesta (el paso del prólogo al acto primero, o la muerte y funeral del héroe Sigfried), el dúo entre Brunilda y Sigfried en el primer acto, o el coro respondiendo a la llamada de guerra de Hagen en el segundo son suficiente motivo para el deleite. Esta irrepetible producción de El Anillo ha tenido como protagonistas estelares a La Fura dels Baus, quienes han reinventado la escenografía wageneriana con su nueva tecnología visual, a pesar de lo chocante que ha sido en ocasiones, como la puesta en escena de los Guibichungos en un alarde futurista que no se sabía si era Friz Lang o un cómic manga japonés.
La única nota decepcionante (nada puede ser perfecto) fue la destrucción del Valhalla, que en esta producción se reduce a algo meramente conceptual acompañado de una explicación grabada en fuego. En otros montajes era lo más espectacular de las más de quince horas de Anillo.

sábado, 20 de junio de 2009

Berlín: evocaciones fílmico-literarias casi un año después

Belén, hace un tiempo, me recomendó que leyera a Philip Kerr, escritor irlandés de novela negra. En concreto, me recalcó una trilogía, formato siempre tan de moda, titulada Berlín Noir. El otro día, de camino a Toledo para asistir a una reunión, comencé a leerme en el autobús la primera entrega, March Violets, la cual hace referencia a las adhesiones al nuevo régimen nacionalsocialista que se extendieron como brotes inesperados de violetas tras las infaustas elecciones de marzo de 1933. Berlín, en esa novela, le sirve de laberinto socio-emocional a las contradicciones del detective privado, otrora agente de policía, Bernie Gunther. Precisamente el laberinto urbano y sus nombres largos pero fácilmente descifrables me han traído a la memoria escenas de este verano pasado.




El que no escriba una entrado sobre un viaje concreto no quiere decir que ese viaje no haya dejado mella en mí. La única forma de que un blog como este fluya es no constriñendo las ganas de escribir a una supuesta responsabilidad. Sólo así se consigue la libertad necesaria para hacerlo cuando a uno le sale realmente de las pelotas. Y en ocasiones un viaje, como es este caso, va ligado a una lectura. Bien es cierto que el Berlín de los años 30 cambió mucho a medida que la década se fue haciendo más siniestra, y no ya para los berlineses de un lado y otro del muro de las lamentaciones, sino para el resto de la humanidad que se limaba las uñas. Si eso fue así en apenas una década, intentar sondear la misma ciudad casi más de setenta años después, con lo que eso supone para una ciudad que ha visto ocupaciones y particiones a cuatro, muros erguidos, muros destruidos y conservados, arquitectos de vanguardia y adolescentes eternos de medio mundo buscando un nuevo sentido a sus borracheras, se convierte en una empresa complicada. Pero no imposible. Hay dos referencias a sendas plazas que me transportan de nuevo en ese vuelo de Air Berlin a la ciudad más reinventada del último siglo: Alexanderplatz y Postdamerplatz. La primera de ellas, donde Bernie Gunther tiene su oficina huérfana de secretaria, ya en los años inmediatamente posteriores al incendio del Reichstad tenía conciencia de su orientalidad, como si adivinase soviéticas invasiones que se antojaban inevitables. No debe de haber cambiado mucho, por cuanto los tranvías nunca han dejado de estar ahí ni los edificios altos aunque unos hayan sido sustituidos por otros. Postdamerplatz en su día quedó circunscrita a la parte occidental. La primera impresión que tuve de ella fue la de un descampado infame y degradado por la desidia urbana que corroyó a muchas ciudades en los años 70. Fue en la película de Wim Wenders El Cielo sobre Berlín, que Miguel y yo vimos días antes de nuestro viaje con el resto de amigos. Hoy en día es uno de los puntos con mejor conjugación rectilínea del mundo contemporáneo, y una muestra de que las ciudades no dependen tanto de las circunstancias adversas para sobrevivir, sino del carácter por sobresalir de algunos de sus habitantes, que son los que al final imprimen eso tan difícil de definir como es la fuerza colectiva.

Para ilustrar el sentir general de una ciudad y su perdurabilidad a pesar de los devaneos históricos me quedo con un pequeño fragmento de March Violets:


“Berlin. I used to love this old city. But that was before it had caught sight of its own reflection and taken to wearing corsets laced so tight that it could hardly breathe. I loved the easy, carefree philosophies, the cheap jazz, the vulgar cabarets and all of the other cultural excesses that characterized the Weimar years and made Berlin seem like one of the most exciting cities in the world.”


Philip Kerr escribe desde la atalaya del presente. Sabe, como sabemos los que hemos estado sondeando la geografía urbana de la metrópolis germana, que esos excesos culturales, sean en la isla de los museos, en la mezcolanza de culturas de una discoteca situada en el ático de un nuevo rascacielos o en una jornada dedicada al paseo en bicicleta (perfecto para descubrir esta ciudad), están de vuelta, y que la república de Weimar, por muy breve e intensa que fuera en los años del Cabaret que tan bien retrara Bob Foss, están allí para quedarse y hacer, efectivamente, de Berlín una de las ciudades más emocionantes que uno puede pisar y recordar después.

lunes, 15 de junio de 2009

Conan Doyle, América y los fundamentalismos

La figura literaria más trascendente del escritor escocés Arthur Conan Doyle, el inspector Sherlock Holmes, a veces ensombrece la sorprendente talla narrativa de su creador. Sherlock Holmes se ha prestado tantas veces a versiones de dudosa calidad cinematográfica (algo parecido le ocurrió al monstruo de Viktor Frankestein), y a tanta referenciología popular que su origen literario queda aparcado en las injustas cunetas de la literatura de serie B. Nada más lejos de ser así, sobre todo si tenemos en cuenta las narraciones largas en las que el detective privado de Baker Street es protagonista. Arthur Conan Doyle era más narrador de distancias largas (no en vano, era victoriano, aunque de la etapa tardía), y es precisamente en sus novelas donde se percibe su maestría. Una de los aspectos que sorprenden cuando uno se acerca a estas historias de pasmosa deducción lógica, referentes indiscutibles para cualquier narrador de novela negra que se preste, es su predilección por trascender el género lógico-deductivo. De hecho, novelas como "Un Estudio en Escarlata" o "El Valle del Miedo" están estructuradas de manera muy similar: ambas están dividas en dos partes. En la primera, se investiga y resuelve el crimen en cuestión, acaecido en el sur de Inglaterra. En la segunda, se sondea el origen de los motivos de dicho crimen, para lo cual en ambos casos tenemos que retrotraernos un par de décadas y cruzar el Atlántico hasta el nuevo continente. A mi juicio, son estas partes las que hacen que estas dos novelas sean de auténtico interés. En ellas, Conan Doyle se adentra en los mundos oscuros de sociedades que, en principio, fueron creadas para la mejora de las condiciones de vida de sus socios pero que, en cuestión de poco tiempo, derivaron en tiranía y fundamentalismo. "Un Estudio en Escarlata" versa sobre el éxodo de los primeros mormones hacia las tierras inhóspitas de las praderas septentrionales, hasta su asentamiento en Salt Lake City, en medio de las inexpugnables Rocosas. "El Valle del Miedo", por su parte, trata cómo una Logia Secreta se convierte en una verdadera estructura mafiosa en uno de los valles mineros de Pennsylvania.
La predilección de Conna Doyle por temas de intolerancia gremial no se circunscribe a estas dos narraciones, sino que también está presente en una de sus historias cortas más sobresalientes: "Las Cinco Pepitas de Naranja", acerca de los desmanes del primer Ku Klux Klan tras la Guerra de Secesión.

domingo, 14 de junio de 2009

Vía Verde del Xixarra 2






Como algunos de vosotros sabréis, las vías verdes comenzaron a funcionar unas décadas después de que RENFE comenzara a desmantelar, a nivel local y regional, la red pública de transporte ferroviario. Es el impacto colateral más digno que ha tenido una de las peores gestiones del ferrocarril de cortas y medias distancias en toda Europa. El cierre de líneas que perfectamente hoy en día podrían ser rentables ha tenido como única buena consecuencia que, a día de hoy, podamos recorrerlas en bicicleta o a pie y disfrutar, a veces, de parajes naturales de sorprendente belleza.




La recuperación del recorrido Las Virtudes-Biar, o tramo del Xixarra 2, no nos arrebata en cuanto a la belleza natural. El paisaje en ocasiones es incluso desolador, como cuando sales de Villena por ese pedregal en pendiente ascendente. Sin embargo, posee suficientes alicientes para hacerlo aunque sea una vez. Tiene 15 kilómetros en total, y es perfecto si no se tiene demasiada experiencia en esto de recorrer las carcasas del difunto tendido férreo. Apenas hay pendientes, la distancia no es excesiva, y el entorno es variado. Desde el santuario de las Virtudes hasta Villena hay unos siete kilómetros en los que se cruzan casas de labor con sus pequeños huertos. Enseguida se está en las inmediaciones de Villena, la cual hay que cruzar procurando siempre ir cerca de la actual línea férrea Madrid-Alicante. Al salir del pueblo, hay que tomar la carretera de Biar, CV799 durante poco menos de un kilómetro. Cuando se ha cruzado por abajo la autovía, se debe torcer a la izquierda y enseguida se retoma la vía verde. Este es el peor tramo. Durante casi tres kilómetros de pedregalosa pendiente a través de un secarral te preguntas cómo Ruy Diaz de Vivar tuvo cojones para aventurarse por este camino. No en vano, esto forma parte de la llamada ruta del Cid. Sin embargo, cuando el camino recupera un mínimo de asfalto, el entorno mejora también y es cuando estás cerca de probablemente la mejor panorámica de todas: la que te regala el puente restaurado sin nombre sobre el seco Vinalopó, que a ese paso en su día, formó un pequeño cañón que merece la pena contemplar. A partir de ahí, ya en el término municipal de Biar, la vía mejora, y se adentra por un bosque mediterráneo que en ocasiones llega a tener pinos altos. Al final, terminas en el pequeño polígono de Biar, desde donde debes emprender una dura subido si quieres deleitarte con este sorprendente pueblo que tiene un casco antiguo excelentemente conservado.


Llegué al pueblo sobre las nueve y media de la mañana. Había madrugado porque las previsiones meteorológicas apuntaba a que ese iba a ser el día más caluroso de los prolegómenos del inevitable verano. La tranquilidad era absoluta. Rendido por la subida, me quité el casco y la mochila en una pequeña sombra en la Plaça de la Constitució y observé cómo gente de avanzada edad subía las cuestas con una agilidad pasmosa. Algunos, al acercarse a mí me decían "bon día". Apenas estuve unos veinte minutos. Otro día subiré al castillo, pensé, después de devorar una de las dos barritas energéticas que me había traído. Bastantes subidas he hecho ya por hoy. El retorno a Las Virtudes se hizo más llevadero, ya que el falso llano era ahora cuesta abajo.
En total, tardé unas tres horas y diez minutos en hacer el recorrido y volver, todo ello contando las paradas fisiológicas y voluntarias para hacer fotografías.

viernes, 12 de junio de 2009

Ningún tren es el último


Si fuera fotógrafo, una de mis primeras exposiciones iría en torno al tema del tren. Cuando iba a la guardería, solía pasar un tren que, pocos meses después, desaparecería para siempre. Hoy en día esa línea se ha convertido en una de las muchas vías verdes que hay en nuestro país y que pretenden aprovechar el antiguo tendido ferroviario que RENFE un mal día decidió abandonar. Esa imagen, no ya del tren pasando, sino de nosotros saludando desde la verja se ha convertido en una de las recurrencias más frecuentes en mi retina cuando recuerdo esos primeros años.
La primera vez, en realidad, que monté en tren fue para ir (qué casualidad) a Águilas, precisamente en un servicio especial que sacó el por aquel entonces Ministerio de Educación para promover el uso de un transporte que estaba siendo desmantelado entre los escolares.



En Inglaterra, locomotora de la modernidad industrial y cuna del transporte a raíles, me di cuenta de las potencialidades románticas de un viaje en tren, bien acompañado de un libro y una buena ventana que te da acceso casi directo a los valles verdes por los que pasas. Hace ya mucho tiempo que no cruzo los páramos de Yorkshire como en esos años locos de casi primera juventud. Tendré que ir pensando en hacer una pequeña excursión para revivirlos y actualizarlos.



Sin embargo, lo que me dejó para siempre enamorado de este medio de transporte fue el hecho de que los amantes que, a mis veinte años, me echaba vivían siempre en algún lugar de la escasa red de cercanías de la regíon de Murcia. Así, hubo más de tres años en los que cogía el tren incesantemente para ir a Elche, Totana y Alhama. El surcar la huerta en un casi desvencijado vagón, más propio de la posguerra mundial, para llegar a los brazos de un amante sirvió de revulsivo para que el tren estuviera siempre en un lugar privilegiado de mi escaparate erótico.
Últimamente, me ha dado por sacar fotos de trenes, estén estos en Chicago, Madrid, Missouri o Almansa. Supongo que esa reflexión (podría ser incluso regresión) sobre el tren es mucho que una reflexión sobre la vida pasada, e intenta incluir aquellos trayectos cuyas estaciones aún no conocemos.

viernes, 5 de junio de 2009

Rutas ciclistas por la zona de Almansa




Desde que me compré la bicicleta en enero tengo una relación diametralmente distinta con mi entorno, lo que no deja de ser curioso, ya que mi actitud ante el ecologismo y mi curiosidad por conocer el medioambiente son las mismas que antes. Es posible que anteriormente ya hubiera, dentro de mí, un ansia por experimentar, que es ir más allá del simple conocimiento, aunque no deja de ser cierto que dicho ansia estuviera engrilletada a lo anestesiante del día a día.
A medida que mi curiosidad se ha ido viendo satisfecha con la experiencia he descubierto rutas bastante interesantes en las inmediaciones de este pueblo fronterizo por tradición. Entre el Mugrón, hacia el norte, y la sierra de Almansa, hacia el sur, hay múltiples posibilidades para el cicloviajero. Una ruta interesante hacia el Mugrón es la que te lleva hasta el villorrio de San Benito, ya en la provincia de Valencia, a las mismas faldas del Mugrón. Desde allí, puedes seguir hacia el norte, dirección Ayora, por pistas semiforestales. La tranquilidad es abusoluta. Esta opción, sin embargo, tiene varias pegas: hay que pedalear demasiado entre patatales que no tienen el mínimo interés antes de llegar a San Benito, que es realmente a partir de donde la ruta cobra emoción, ya que es ahí donde te adentras en el bosque bajo que rodea el aparentemente inexpugnable Mugrón.
Una mejor elección para pedalear es la que consiste en seguir el camino de tierra paralelo a la entrada sur de Almansa, desviarse hacia las vías del tren, remontar el puente y seguir pedaleando en un falso llano ascendente hacia una casa abandonada. A partir de ahí, te adentras literalmente en un bosque de pinos y carrascas sobre una pista forestal que a veces solamente se intuye. Debes tener mucho cuidado, ya que es fácil caerse, y algunas bajadas son muy empinadas, con lo que el freno lo tienes que tener echado de forma continua. Al final de esa pista vas a parar al camino que lleva al Molino Alto, y desde allí el regreso a Almansa se puede hacer flanqueando La Mearrera. Es recomendable hacerlo por la tarde, ya que a la ida la luz no molesta, y a la vuelta adorna la perspectiva urbana con el castillo de fondo.
En fin, todo es cuestión de seguir pedaleando y descubriendo nuevos detalles en el mismo horizonte de siempre.

jueves, 4 de junio de 2009

Recuerdos alicantinos en Dársena

Este domingo pasado, Miguel, Antonio y yo fuimos a Alicante al teatro, donde nos vimos también con Juanfran y su nueva compañía. Debido a la hora tan europea de la función (seis de la tarde), decidimos irnos a la capital costera a comer, y así, de paso, rememorar viejos tiempos en el Dársena, un pijo restaurante de la zona del puerto. Ir a Dársena, aparte de darte un homenaje con uno de los mejores arroces que puedes comer en Alicante, es además para nosotros, acordarnos de esas oposiciones que Miguel hizo allá en el 2001, y que fueron las primeras que aprobó. Fue entonces cuando Miguel me lo dio a descubrir, en esa inolvidable comida con Antonio (su ex-Antonio), una compañera de éste y Rosa de Orihuela. Luego volvimos con mi madre y mi hermano; y creo que hasta hubo una tercera vez Miguel y yo solos.
Esta ocasión, tal y como ocurrió con las que la precedieron, ir al Dársena se convirtió en mucho más que una simple comida: fue toda una ocasión a los buenos momentos pasados en buena compañía. El precio, caro, no nos importó. Es de estos restaurantes en los que no te acuerdas lo que te ha costado el cubierto y, si lo haces, no te importa.