Me enganché a la serie Mujeres Deseperadas hará un par de veranos, cuando la primera temporada estaba más que mediada en la Uno. La escena que me metió el aguijón fue cuando la sofisticada y reaganiana Bree Van de Kamp se encontraba al lado del lecho de su marido en el hospital y le preguntó si todavía la quería, a lo cual él respondió que sí. Parecía una escena de reconciliación conyugal de lo más edulcorada cuando de repente Bree irguió la cabeza, dibujó una tenue sonrisa en su rostro que por el contrario ni se inmutó, y le susurró en el oido a su convaleciente marido que se alegraba que aún la siguiese queriendo, porque así se aseguraba de que iba a sufrir lo indecible con el tormento con el que ella a partir de entonces le iba a recompensar sus infidelidades, proceso de divorcio incluido. Hacía tiempo que no contemplaba una escena tan retorcida en la que a la aparente felicidad conyugal se yuxtaponía con crueldad el sadismo de una mujer despechada. En seguida me acordé de mi último curso de carrera y de las mujeres victorianas de las novelas sensacionalistas de los años 60 del siglo XIX. Recordé las a heroínas de autores y autoras como Wilkie Collins o Mary Elizabeth Braddon, mujeres que enfrentadas a las exigencias morales de su época, lejos de plegarse a ellas, optan por una rebeldía activa, hasta el punto de una notoria perversión en las formas y los fondos que utilizan para intentar sobrevivir.
La América suburbana de Westiria Lane tiene muchas cosas en común con la Inglaterra Victoriana del siglo XIX. En ambos casos, se trata de sociedades imperiales con rígidos códigos morales, a los cuales no siempre es fácil plegarse. En su concreción ficcional, tanto en un caso como en otro, se recurre a elementos oscuros para vehiculizar la perversión de los personajes que por sus características personales son incapaces de responder a las exigencias de dicho código. La sociedad victoriana apelaba a la sumisión y al puritanismo como valores irrenunciables en una mujer. La América contemporánea vela, de una manera igualmente escrupulosa, por el comportamiento sexual de sus ciudadanos. Hay conductas que son del todo inaceptables, sobre todo una de ellas: el adulterio, que es precisamente uno de los hilos conductores de los guiones de la serie. Sin el adulterio la relación entre Gabrielle y Carlos no tendría sentido, como tampoco la tendría la separación indefinida de Susan de su primer marido, la vengatividad calculada de Bree hacia todos los hombres que la rodean o la insaciabilidad de Edie hacia otros hombres. Tampoco tendría sentido los celos incesantes de Linette hacia Tom, aparentemente la pareja más sólida de todas las que pueblan el barrio residencial, pero plagada de forma constante por la manía enfermiza que Linette tiene sobre cuál debe ser la conducta sexual entre ella y su marido.