sábado, 26 de mayo de 2007

LA DESESPERACIÓN VICTORIANA DE MUJERES AMERICANAS



Me enganché a la serie Mujeres Deseperadas hará un par de veranos, cuando la primera temporada estaba más que mediada en la Uno. La escena que me metió el aguijón fue cuando la sofisticada y reaganiana Bree Van de Kamp se encontraba al lado del lecho de su marido en el hospital y le preguntó si todavía la quería, a lo cual él respondió que sí. Parecía una escena de reconciliación conyugal de lo más edulcorada cuando de repente Bree irguió la cabeza, dibujó una tenue sonrisa en su rostro que por el contrario ni se inmutó, y le susurró en el oido a su convaleciente marido que se alegraba que aún la siguiese queriendo, porque así se aseguraba de que iba a sufrir lo indecible con el tormento con el que ella a partir de entonces le iba a recompensar sus infidelidades, proceso de divorcio incluido. Hacía tiempo que no contemplaba una escena tan retorcida en la que a la aparente felicidad conyugal se yuxtaponía con crueldad el sadismo de una mujer despechada. En seguida me acordé de mi último curso de carrera y de las mujeres victorianas de las novelas sensacionalistas de los años 60 del siglo XIX. Recordé las a heroínas de autores y autoras como Wilkie Collins o Mary Elizabeth Braddon, mujeres que enfrentadas a las exigencias morales de su época, lejos de plegarse a ellas, optan por una rebeldía activa, hasta el punto de una notoria perversión en las formas y los fondos que utilizan para intentar sobrevivir.

La América suburbana de Westiria Lane tiene muchas cosas en común con la Inglaterra Victoriana del siglo XIX. En ambos casos, se trata de sociedades imperiales con rígidos códigos morales, a los cuales no siempre es fácil plegarse. En su concreción ficcional, tanto en un caso como en otro, se recurre a elementos oscuros para vehiculizar la perversión de los personajes que por sus características personales son incapaces de responder a las exigencias de dicho código. La sociedad victoriana apelaba a la sumisión y al puritanismo como valores irrenunciables en una mujer. La América contemporánea vela, de una manera igualmente escrupulosa, por el comportamiento sexual de sus ciudadanos. Hay conductas que son del todo inaceptables, sobre todo una de ellas: el adulterio, que es precisamente uno de los hilos conductores de los guiones de la serie. Sin el adulterio la relación entre Gabrielle y Carlos no tendría sentido, como tampoco la tendría la separación indefinida de Susan de su primer marido, la vengatividad calculada de Bree hacia todos los hombres que la rodean o la insaciabilidad de Edie hacia otros hombres. Tampoco tendría sentido los celos incesantes de Linette hacia Tom, aparentemente la pareja más sólida de todas las que pueblan el barrio residencial, pero plagada de forma constante por la manía enfermiza que Linette tiene sobre cuál debe ser la conducta sexual entre ella y su marido.

Es evidente que las circunstancias históricas hacen que los personajes de Westeria Lane follen de una forma más evidente que los que poblaban la ficción de la Inglaterra decimonónica. Pero el celo que tiene su sociedad por regular los comportamientos sexuales y morales hace que muchos de sus componentes se rebelen con la misma compulsión perversa que utilizaban muchos demonios victorianos.

El (buen) paso del tiempo y la profesión

Hace diez años empecé a trabajar en una profesión que ya por aquel entonces comenzó a estar maldita entre los medios de comunicación y entre los dimes y diretes populares. Ser profesor de secundaria se antojaba una empresa cuanto menos imposible, las más de las veces ingrata, estresante, mal valorada. Cuando decías por ahí a qué te dedicabas la gente, ignorante casi siempre, te miraba como si en realidad fueras un miembro de los GEOS. La culpa de todo parecía tenerla la reforma socialista, la vilipendiada LOGSE, origen de todos los sufrimientos y pesares de todos los profesores de instituto que, en sus edénicas rémoras, una década antes habían disfrutado de su profesión como si hubiesen sido miembros activos de la academia de Platón. La logse había traído caos e ignorancia a lo que antes era armonía y una sapiencia sin igual entre los aplicados alumnos.

Cuando en 1996 comencé a trabajar en esto de la secundaria comencé con el lógico temor de enfrentarme a una clase de 30 indisciplinados que, según contaba la leyenda urbana, sólo iban a tener el propósito de hacerme la vida imposible. En seguida me di cuenta que la cuestión no iba a ser enfrentarme a nada ni a nadie. La primera vez que entré en un aula de un instituto público (antes había sido acosado laboralmente en uno privado, pero entonces yo ni siquiera conocía ni el concepto ni la expresión “acoso laboral” ) me sorprendí al ver las caras de mis alumnos, asustados y pendientes de un nuevo profesor joven que durante nueve meses iba a ser su tutor en un medio tan novedoso para ellos como para mí. Fue en Alcaraz, en la sierra albaceteña, y todos aquellos críos de catorce años habían venido de sus villorrios al villorrio mayor de la comarca para, según decían sus mayores, hacerse personas de provecho. No atisbé la más mínima intención de hacerme la vida imposible rompiendo ventanas, colocándome chicle en las sillas o irrumpiendo en repentinas tormentas de bolas de papel como yo me imaginaba que aquello podía ser. Por el contrario, vi a chicos confundidos y deseosos de que alguien mayor que ellos les ayudase a descifrar en qué mundo vivían. En seguida me percaté que el inglés que yo les enseñaría sería la excusa, o en el mejor de los casos, el instrumento, para vehiculizar una visión del mundo lo suficientemente amplia y plural que les ayudase a situarse. Pronto me di cuenta que enseñar una asignatura no es otra cosa que presentar cierto orden de madurez al caos propio de la adolescencia.

Y no me fue mal a tenor del aprecio que mis alumnos me cogieron y yo les cogí. Recuerdo que el día de mi cumpleaños, por el mes de mayo cuando ya nos conocíamos y habíamos peleado lo suficiente, me hicieron una fiesta que para mí fue todo un homenaje. Me sentí muy halagado por ello, muy emocionado y temeroso de que eso nunca más me fuera a suceder. Es normal que lo hagan siendo yo un profesor tan joven que entiende sus inquietudes, pensé. Desde entonces no volví nunca más a decirle a ninguna clase cuál era el día de mi cumpleaños por temor a enfrentarme a la indiferencia. Este año, sin embargo, les dije a mis alumnos de 2º de Bachillerato, con los cuales he estado tres años desde que los cogí en 4º de la ESO, cuál era mi efemérides. Cuando el martes entré a clase Alcaraz volvió a mi memoria, diez años después. Esta vez me habían hecho un cartel que rezaba “Happy Birthday, Óscar”, y lo mejor, una tarta con la foto oficial del viaje que hicimos en marzo a Londres. Me puse a pensar en los alumnos que he tenido durante diez años. No entiendo por qué dice la gente que esta es una profesión ingrata. Aunque estas cosas te pasen de diez años en diez años la convierten en la mejor del mundo.

domingo, 13 de mayo de 2007

Eurovision 2007, o el lado lésbico del gay appea


Yo en esto de Eurovisión llevo ya más de dos décadas de primaveras. Desde que vi ganar por a Bucks Fizz por allá en el año 81 (España llevó una canción horrosa, por cierto) he visto cómo este festival ha ido cambiando y se ha transformado en una pasarela posmoderna de la canción en la que cabe de todo: desde baladas balcánicas (como la que ha ganado este año), rythm 'n blues, petardeo de toda la vida, puestas en escena grotescas, fusión de estilos, canciones típicamente festivaleras (ya no se llevan, por cierto; Sandra Kim no se hubiese comido una rosca en este siglo), hasta los más diversos folclores nacionales que últimamente son de lo más variopintos.

Este año no he podido ver el festival en directo. Me ha coincidido con la primera parte de la tetralogía wagneriana. Después de contemplar la reinterpretación que la Fura dels Baus ha hecho de la gigantesca ópera de Wagner, ver al día siguiente el festival de Eurovisión se podría considerar como un contrapunto inadmisible. Sin embargo, hay que aproximarse a la estética eurovisiva con cierto talante reinterpretativo, con un afán de descodificar los iconos que desfilan año a año, canción tras canción con el único fin de ganar.

Y para ganar en Eurovisión hay que atraerse el voto más codiciado de todos: el voto gay. Nadie puede negarlo. Si por allá por los años cincuenta las radiotelevisiones de seis países europeos juntaron presupuestos con la idea de lanzar un festival que consolidara una idea común de Europa, más de medio siglo después esa idea común ha sido colonizada, en su mayoría, por el público gay. Los guiños este años han sido constantes. Si hablamos de países que no pasaron de la semifinal, el ejemplo más obvio lo encontramos en la drag-queen danesa, demasiado evidente y poco explosiva como para haber arrancado más votos. En la final, en lo que a ellos se refiere, ha habido mucha proliferación de estética metrosexual, tan común entre los que nos movemos en sucedáneos de Chueca y el Soho londinense. Los nash españoles, el maquilladísimo y rasuradísimo cantante biolorruso, ese armenio atractivísimo con aires rudos del Cáucaso, o esa exuberancia del solista griego, tan común en los solistas mediterráneos (qué lástima que Italia no participe...). En lo referente a lo glam, bizarro y demás petardadas, los países no han dudado en hacer una guerrilla semántica de géneros. Ucrania, Suecia y Francia han tenido unas puestas en escena que bien podrían haberlas sacado de The Rocky Horror Picture Show. Pero donde más se nota el gay appeal, a pesar de las actuaciones de muchachitos y muchachones, es en el papel que desempeñan ellas. De hecho, el festival de Eurovisión ha sido ganado en la mayoría de ocasiones por mujeres en solitario. La puesta en escena de las divas eurovisivas debe conmover a la sensibilidad gay, y para ello, se apuesta siempre por una actuación bien desgarradora, o bien de chica mala y agresiva o siniestra. ¿A quién no ha recordado en su atrezzo la cantante de Eslovenia a la Alaska de los electroduendes? ¿O qué gay no siente haber sido alguna vez una colegiala traviesa como las del dúo ruso? A fin de cuentas, para las generaciones que votamos hoy en día ser gay ha supuesto ir contra corriente.

Lo que nunca ningún país había hecho hasta hoy (agradezco correcciones, blogueros) es lo de Serbia. Nunca nadie había apostado por una estética lésbica. Y a tenor de los resultados, ha funcionado a la perfección. Hoy me canso de leer en los diarios que Serbia ha ganado por la coalición de votos entre todos los países balcánicos (no deja de ser verdad). Pero lo que realmente creo que ha influido es el descubrimiento del lado lésbico del festival, tan obiviado hasta el día de ayer. No digo que todas las lesbianas del continente se hayan puesto como locas con sus móviles a votar a Marija Serifrovic y sus aires de camionera fina, ya que esto sólo no es suficiente. Para que una canción gane en Eurovisión necesita de tres cosas: ser diferente de las otras, tener una serie de países afines dispuestos a votarte y movilizar el voto gay. Ayer Marija culminó lo que su país ya intentara hace dos años con una fórmula que iba bien: la balada balcánica. En 2004, el atractivo Goran no pudo con la arrolladora Ruslana y fue segundo. En 2006, Bosnia lo intentó también, pero el año pasado fue el año de lo grotesco, y nadie pudo con Lordi. En 2007, Marija ha conseguido, con la fidelidad a un estilo muy arriesgado, y con el atrevimiento de una puesta en escena decididamente sáfica (esas miradas, esas manos del quinteto corista hacia ella), los votos de la gran mayoría de los euroviseros de todo el continente.

lunes, 7 de mayo de 2007

INSTANTÁNEAS DE MARRAKEC

He aprendido a utilizar el Photoshop, así, de casualidad, como ocurren muchas cosas. El recuerdo que tendré de este último viaje a Marrakech será diferente debido a este último descubrimiento, ya que la mayoría de instantáneas (algunas fotos no fueron precisamente instantáneas, ya que tardé casi dos minutos en obtener el resultado deseado) las he hecho sobre gentes, a las cuales una iluminación retocada les va a dar la vida en papel que yo les quise capturar en sus vidas reales. O al menos eso es lo que estoy tratando de hacer.
Porque la vida en Marrakech es dura. Y eso es algo que la mayoría de objetivos y lentes occidentales que por allí deambulan semana tras semana pasan por alto. Es difícil conseguir retratar el afán de supervivencia callejera y la picaresca necesaria para conseguirla. Es difícil capturar las frágiles sonrisas de los adolescentes que venden cualquier cosa en Jemaa El Fna, intermediarias del sufrimiento contenido y el anhelo de no pensar demasiado en lo puta que es la vida porque si piensas demasiado se te escapa un turista despistado que te puede dar una propina para comer esa tarde. Es difícil rescatar los movimientos de las bicicletas al atardecer, empujadas por hombres cansados, decididos a olvidar los dirhams no ganados oyendo a los milenarios cuentacuentos mientras la luz del día es sustituida por la de los focos de los puestos de comida. Marrakech es una rémora del neorrealismo italiano que Vittorio de Sica hubiese actualizado hoy en día, o una traslación contemporánea de la Sevilla de Velázquez, el Londres de Charles Dickens o la Salamanca del Siglo de Oro. Tanto entonces como hoy día en Marrakech y en innumerables lugares del mundo, el objetivo de las gentes es el mismo: ganar algo de dinero para poder comer, disfrazar un poco la dignidad para sobrevivir, no mirar demasiado los problemas para poder sonreír.

martes, 1 de mayo de 2007

VÍSPERAS DE UN VIAJE


Tenía 17 años cuando cogí el primer avión de mi vida. Desde entonces hay algo que siempre he adorado: hacer las maletas el día antes pensando en los avateres que me esperan una vez llegado a mi destino. Quizá me siento así porque tengo la suerte de ser un ciudadano del primer mundo que siempre ha viajado por placer. Otra gallo me cantaría si fuese en viaje de estrasadísimo negocio, aunque no hay que negarlo, lo único que no me gusta de mi trabajo es que no implique viajar más.


Esta vez Miguel y yo nos vamos a Marrakech. Es la primera vez en mi vida que voy a pisar suelo africano. Todo el mundo me ha avisado de lo mucho que me gustará, el encanto que tienen los zocos, que no me pierda el cuscús ni los zumos de naranja en la Medina al atardecer. El mundo es un pañuelo, y eso lo notas cada vez que emprendes un viaje. No hay casi destino en el mundo con el que tus amigos o conocidos o amigos de conocidos o viceversa no te agasajen con innumerables consejos sobre qué hacer, qué ver, qué visitar, qué evitar. En el trabajo me he dado cuenta que más del cincuenta por ciento de las conversaciones de ascensor versan sobre los viajes que uno ha hecho. En parte, viajar se está convirtiendo en material para la subsistencia verbal en situaciones intrascendentes.

Quizá esa sea la razón por la que no me guste embarcarme en ese tipo de conversaciones, de las que raramente suelo tomar parte excepto con aquellos con los que sé que podría tener, al menos, una conversación ya de descansillo de escalera. La experiencia que me gusta sacar del viaje me gusta que sea encontrada, genuina, repentina, no avisada en ninguna coversación previa ni en ningún párrafo de una guía de viajes. Suelen ser momentos difícilmente explicables en cualquier charla de café, ya que tu interlocutor no espera nunca relatos más allá de su pobre horizonte de expectativas. Durante una guardia me es imposible relatar el mar y la arena durante un largo atardecer en la costa oeste de Irlanda; o la multiplicación del verde en las praderas de Yorkshire mientras el tren te las deja detrás y da paso a otras aun más bellas; o el sonido del piano durante un concierto de jazz en el Village neoyorkino; o el East River al amanecer mientras tú en un taxi te das cuenta que la última noche de sexo en un rascacielos va a ser inolvidable; o los brillos milenarios del Foro Romano mientras saboreas el mejor helado de cualquier imperio. Son momento de éxtasis viajera, inconcebibles si el cuerpo y el intelecto no están en movimiento geográfico. Son sensaciones que buscas y de las que no puedes prescindir y que forman parte de de tu repertorio erótico personal, junto con otras experiencias como el sexo, el visionado de películas o algunas buenas lecturas.

No sé lo que Miguel y yo encontraremos en la antigua capital del reino marroquí. No quiero hacerme una idea de casi nada, como casi siempre. De esta forma, el viaje durará más, ya que en realidad dura mientras te acuerdas que lo has hecho.