La historia sobre mi último viaje a Nueva York tiene su origen en una obra de teatro que Miguel y yo fuimos a ver en el Teatro Regio de Almansa. La obra, titulada Como Abejas Atrapadas en la Miel, de Doublas Carter Beane, había sido un exitazo en off-off broadway, de manera que su cartel promocionó como mínimo al off broadway, quintaesencia del teatro alternativo.
La obra, como muchas tantas otras, tiene lugar en Nueva York. Sin embargo, lo que a mí me cautivó y me llevó de nuevo a tierras yanquis fue la escena en la que la protagonista, Alexia nosequé, se encuentra a las cuatro de la mañana en el ferry que uno las islas de Manhattan y Staten Island. Enseguida me di cuenta que tenía que volver, que mi cuerpo no me iba a perdonar no comprar inmediatamente un billete de ida y vuelta y experimentar otra vez las líneas preceptúales de los rascacielos y las perfectas avenidas.
Tenía reservada la navidad para terminar mi interminable tesis, así que decidí reconvertir ese propósito haciendo las maletas y plegando mi portátil: la iría a terminar en la ciudad donde la empecé hacía tres años y algo. Sabía perfectamente que ese no era el propósito principal de mi viaje, que el objetivo era encontrar una parte de mí que se quedó entre las calles y avenidas numeradas para siempre, quizá una de las partes de mí que constantemente me llamará de vuelta.
El vuelo de la Continental no iba lleno, lo cual me supuso dos asientos para mí, mis piernas y mis enseres (MP4, libros, libretas y la comida que a cuenta gotas la azafatería iba sirviendo). El momento del aterrizaje sobre Newark sabía que iba a ser especial, como lo fue en el verano del 2004 cuando contemplé en plena tarde la isla de Manhattan deslizarse calle a calle de norte a sur y el corazón se me paró ante lo que más me fascina de Nueva York: la perfecta geometría de sus líneas rectas. Esta vez pude ver el suelo cubierto de nieve desde Upstate. Ya en el coche, rumbo a un sitio del que nunca antes había oído hablar llamado Germantown, le comenté a Victor lo inusual que era para mí ver tanta nieve. Cuando llegamos a su mansión del siglo XVIII (Teviotdale se llamaba, como extraída de un cuento de Washington Irving), me tuve que acostumbrar al tacto crisposo de la nieve profunda bajo mis pies. Nunca antes había pisada tanta nieve ni tan dura. Nunca antes había visto ni siquiera un lago helado, o un coloso fluvial como el Hudson fluir con tantos bloques de hielo, y eso que este invierno ha sido benigno por aquello del cambio climático y todo lo demás.
Mi semana en Upstate fue de lo más gay e idílica. Victor fue una compañía memorable en muchos aspectos: buen conversador, culto, sensible, generoso y exquisito. Una pena para él que yo no respondiera a sus avances, pero francamente, no era mi tipo. De todas formas, ahí quedan nuestras cenas y comidas tanto dentro como fuera de Teviotdale; nuestras sesiones en el gimanasio; nuestra excursión a un cine extrañamente provinciano a ver esa maravilla llamada Atonement y esas revelaciones de nuestras dudas y certezas sobre eso que llamamos vida.
La semana siguiente fueron días en la Public Library y noches en The Splash. La biblioteca la utilicé para repasar mi tesis. Todos los días cogía el express desde la calle 86 que me dejaba en apenas cinco minutos en Central Station. Mi MP4, con The Muse a los auriculares, acompañó mi experiencia urbana desde el subsuelo.
Cuando terminaba de trabajar, a eso de las seis, callejeaba (¿o se puede decir avenidaba?) por la quinta o por Madison. Un día cogí el metro y llegué a Bowling Green. Al principio creía que iba a ir a Brooklyn y mirar Manhattan desde Dumbo. Pero decidí seguir los pasos de Alexia nosequé y me embarqué, a las siete de la tarde, en el ferry hacia Staten Island. A bordo, desde la popa, viendo la isla nocturna empequeñecerse y hacerse más brillante desde una imposible oscuridad, recordé que había perseguido un sueño, por trivial que pareciera. Había cruzado un atlántico sólo para ver Manhattan hacerse pequeño para, media hora después, en el ferry de vuelta, verlo en grandeza otra vez. Las lágrimas que el viento gélido dejaron en mis ojos atestiguaban que había merecido la pena. Entonces me acordé de todos los que echaba de menos en España. Y mandé dos mensajes.
Las noches de Splash merecen capítulo aparte.