domingo, 15 de febrero de 2009

Maribel, fideuá en La Albufera a buen precio.

Dónde: El Palmar, Valencia.

La primera vez que fuimos a comer a La Albufera fue en abril del año pasado. Por aquel entonces fuimos Miguel, Antonio y yo. Estaba atravesando malos momentos con la dichosa depresión postdireccional, y me encontraba en situación de baja. Una mañana, decidí que para completar el prozac podría ser buena idea ir a La Albufera a comer una paella. La idea de ir a esta laguna nos había rondado la mente a Miguel y a mí desde que descubrimos que uno de nuestros clásicos valencianos, La Casa Negra, lugar descubierto por el casi olvidado Domingo La Pujanta hace ya una década, había sido derruido para dar lugar al tan mal entendido progreso. Vamos que los dueños lo habían vendido al mejor postor para que construyera chalets a raso de playa.
Nuestro estreno albuferil estuvo bien, aunque un poco caro para la siempre importante relación con la calidad que debe haber en un restaurante. Comimos paella de mariscos y creo que tocamos a casi 25€ en un sitio que rezumaba normalidad por todos los costados. Esa es la razón por la que no recordamos cómo se llama el sitio en cuestión. Lo que sí recuerdo es que lo encontramos por Internet e hice la correspondiente reserva, temeroso de que nos presentáramos allí un viernes y tuviéramos que improvisar, con lo que odio yo tener que hacer eso cuando voy con el estómogo rumiante. Cuando llegamos a El Palmar, lo primero que nos sorprendió fue ver la cantidad de restaurantes arroceros que había, razón por la que no hemos vuelto a reservar nunca más.
La siguiente vez que fuimos fue cuando descubrimos el restaurante Mariola, situado en el canal o acequia o como llamen los valencianos de la zona esa estrechez de agua que jalona su pequeña villa a orillas de la Albufera. Fue el día que fuimos a recoger a Margaret a Valencia, con lo que queríamos que el lugar para tomar una paellita o fideuá fuera lo más auténtico posible. Nos quedamos allí porque tenía sillas fuera. Eran comienzos de septiembre y el ambiente de terraza era óptimo junto al canal, mejor que el aire condicionado.
La semana pasada fuimos con Juan Antonio y el buzo. Al principio no recordábamos el nombre, pero la intuición, muy mejorada últimamente a fuerza de resisitirnos a la lógica del GPS, nos llevó al mismo lugar que tanto nos había gustado con Margaret. Efectivamente, la relación calidad-precio era excelente: 22€ para un menú libre con vinos, postres y chupitos; la fideuá al centro, en su punto; lo único mejorable, los postres, pero hay que decir que llegamos a las 3.15 y bastante que hubiera postres suficientes para nosotros, tardones, con lo poco que eso me gusta a mí.
Algo que no se me puede pasar por alto: no se puede fumar en ningún sitio del local, y además, no les duele prendas el recordártelo. Viva por ellos: un 10.

domingo, 1 de febrero de 2009

¿Nos merecemos esta crisis?

Los expertos dicen que es la más gorda desde 1945. Desde el principio no dudaron en compararla con la mayor, la del 29, la que indirectamente desencadenó la II Guerra Mundial. Algo de alcance tan planetario es difícilmente imputable al ciudadano de a pie, el que ha perdido su puesto de trabajo o no sabe si lo va a perder en los próximos meses debido a la enésima ERE que las grandes empresas multinacionales llevan efectuando desde que no les salen las cuentas, al menos como sus consejos de dirección querrían. Una crisis económica se empieza a entender con cifras, sobre todo las de índole negativo: más paro, más inflación (o lo que dicen que es aún peor: deflación), menos crecimiento, intereses más altos…
La pregunta que yo, como ciudadano de a pie, me hago es si la crisis no nos la hemos buscado, cada uno de nosotros, ciudadanos de a pie. Es difícil llegar a una conclusión, especialmente si no eres economista (tal es mi caso), pero es muy recomendable abrir el debate.
Está claro que en una situación de conflicto tiene más responsabilidad quien más cuota de poder ejerce. No podemos culpar de la misma manera a los cientos de miles de trabajadores por cuenta ajena que a los grandes empresarios que, desde el pozo de los años noventa, han hecho posible que la economía creciera y se multiplicaran los puestos de trabajo en España. Los grandes empresarios fueron los que sacaron a nuestro país de una crisis indiscutible hace más de una década, una crisis caracterizada sobre todo por un paro galopante. En 1994 había zonas de España donde más de un cuarto de la población activa se pasaba los lunes y el resto de días al sol. Precisamente estos empresarios deberían haber construido un tejido socioeconómico que se hiciera más resistente a los vaivenes inevitables del carrusel capitalista, en el que el trabajador estuviera fortalecido con un poder de compra más que suficiente para encarar las épocas de vacas flacas. Pero nada de eso se produjo. Mientras el crecimiento en grandes cifras en nuestro país era la envidia del resto de la Europa unida, el trabajador seguía trabajando para las mismas míseras pesetas devaluadas en euros que dos décadas atrás. El paro se reducía, y la capacidad de compra del trabajador medio sólo se mantenía a base de empeñarse hasta las cejas. No en vano, decían los agoreros que éramos el país más endeudado de la zona euro, y eso cuando en teoría las cosas iban bien.
Añadamos a todo esto la fiebre de la construcción en el espectacular crecimiento español. Desde los albores de este nuevo siglo tan traicionero, a nadie se le pasaba por alto que fulanito de tal o menganito de cual se había forrado construyendo por aquí y por allá. Y que el cuñado o primo o amigo de fulanitos y menganitos estaba en nosecuantas obras a la vez. En 2004 el Consejo Económico Europeo advirtió la excesiva dependencia del PIB español en las frágiles aristas del ladrillo; concretamente afirmó que un 34% del mismo dependía directamente o indirectamente del vals de grúas que danzaban por la geografía española, sobre todo por la costa. Nadie con un mínimo de responsabilidad tomó nota. Ni Solbes, relevo cutre del dejar hacer neoliberal, ni las administraciones locales o regionales, lícita o ilícitamente implicadas en las ganancias a corto plazo del cemento, ni los propios empresarios metidos a constructores, empeñados en tirar de la cuerda hasta el límite. Y claro, la cuerda se rompió, muchos dicen que en EEUU con las archinombradas e infraexplicadas hipotecas basura, otros que con la crisis mundial del petróleo (qué crisis, es todo especulación, miren los más de 100 dólares que ha bajado desde agosto), otros que con los especuladores desalmados de Wall Street y nosecuantos parquets mundiales más.
El resultado es el que conocemos. ¿Hay que echarle la culpa a los empresarios, constructores, agentes de bolsa y políticos condescendientes con este neoliberalismo de halcones y palomas? Gran parte tienen, desde luego. ¿Pero qué pasa con los ciudadanos de a pie? ¿No somos mayoría? ¿No se supone que vivimos en una democracia liberal donde lo que ocurre es el resultado de una acción conjunta? Ser capaces de ser ciudadanos de a pie y tener respuestas a estas preguntas es una señal positiva de que la democracia, aunque sea regular, funciona. Fruncir el ceño, arquear los hombros, no tener idea de lo que se está preguntando o simplemente decir que eso son cosas de políticos es sinónimo de que no hemos avanzado nada desde la Ilustración. Una de las cosas que más me llaman la atención de esa filosofía de reciclaje democrático masivo que son los libros de Michael Moore es la frase que dice que la democracia la hacemos todos, que no es un sistema donde el ciudadano relega poder a sus representantes, sino que es un sistema donde el ciudadano se siente poderoso todos los días, con poder para, aunque sea de manera mínima saber cambiar las cosas. Ese poder se logra a través de cartas a periódicos (muy viejo, ya lo sé), creación de redes sociales y blogs (muy innovador), pero también hablando con tus vecinos, involucrándote con todas las asociaciones que están en tu barrio y localidad que sean de tu interés. Y si eres trabajador, con las únicas asociaciones que, mal que bien, velan todavía por tus intereses: los sindicatos. Es espeluznante observar cómo España es el país donde menos afiliados sindicales hay, que es lo mismo que decir que es el país donde los trabajadores están más desprotegidos de sus supuestos derechos.
Dice Zapatero que nos esperan tiempos difíciles. Creo que es una de las peores responsabilidades de un presidente advertir a sus ciudadanos de una realidad como esta, pero siempre es preferible a una mentira de Disneylandia que es lo que harían los relevistas del neoliberalismo, Esperanza Aguirre a la cabeza. Además de eso, debería llamar a cada uno de nosotros a la responsabilidad, y eso consiste en hacer que cada uno se preguntase qué es lo que ha hecho o dejado de hacer para que los mismos avaros de siempre hayan vaciado la saca. Una responsabilidad conjunta de acción democrática es el único telón de fondo que pueda garantizar una salida fortalecida de la crisis.

El truco del manco, de Santiago A. Zannou

Es una vida puta vivir en un arrabal de un barrio marginal del extrarradio de Barcelona, a apenas unos kilómetros del burgués Passeig de Gràcia sin tener nada a lo que aspirar y sin otro horizonte que el da el salto de mata, a veces un verdadero salto mortal sin protección. Así vemos a Quique, probablemente Kike, alias cuajo, de renacuajo. La historia de su mote es lo más entrañable de un personaje que, para más inri, es paralítico cerebral. De admirable tiene mucho, precisamente lo que no se ve y sólo se intuye: su lucha por sacar cabeza en un ambiente ya de por sí chungo, con una familia tan bienintencionada como oligofrénica, de extracción gitana, pero de estos gitanos semi-empallizaos, metidos en una colmena de pisos mientras sus primos, a los que les va mucho mejor, aún siguen a su aire en casas de una planta apenas unas calles más abajo.
Cuajo tiene un horizonte y una aspiración: grabar un disco de música hip-hop en un estudio propio. La forma de conseguirlo es ajustándose a la ley del arrabal: salto de mata, chanchullos y, en el peor de los casos, movidas. Movidas son movimientos peligrosos para conseguir dinero, en este caso administrar heroína en las casas bajas. Lo mejor de la película es una asombrosa interpretación de sus dos actores principales, junto con una dirección novel muy notable que da como resultado un verismo barriobajero que no veíamos en nuestro cine desde Barrio. Lo peor quizá sea la previsibilidad del desenlace, compensada con creces por la última escena en la que Kike baja las escaleras hacia el autobús a cuestas de su amigo el negro. Arrimar el hombro el uno con el otro es todo lo que queda cuando todo lo demás se ha reducido a cenizas.

Italo, la Trattoría del Quincho. Restaurante, Murcia

Afortunadamente, los buenos fuegos rearden desde sus cenizas. Y eso es lo que le ha ocurrido a uno de los mejores restaurantes argentinos en la región de Murcia, el Quincho, que tras el desafortunado incendio de hace unos meses se ha reconvertido en un curioso experimento Italo-argentino en la plaza Condestable, junto al ya legendario restaurante mejicano La Frontera (cuántas cenas allí con Pedro, Ana y Gabriel, mejor dejo eso para otra entrada en este espacio bloggero). Si El Quincho ofrecía la mejor ternera en esta parte del Levante, y a un precio más que asequible, lo mismo se puede decir de Ítalo, que junto con sus atrayentes pizzas y pastas sigue ofreciendo lo mejor de su ardido antecesor junto a la Catedral. La ternera, saborsísima y justo al punto al que la dejabas encargada. Es la primera vez que cuando digo al punto tirando a poco hecha saben lo que quiero decir, y no sólo eso, sino que le pusieron nombre: al punto menos uno. Lo repetiré a partir de ahora. Habíamos quedado Miguel y yo con Antonio sin Antonio. Siempre que quedábamos últimamente era en orientales, algunos para salir del paso y otros, como el caso del japonés del Arco de San Juan, para darnos un homenaje de buen Sushi y excelente sake. Esta vez se nos ha ocurrido cambiar y ha sido para mejor sorpresa nuestra. La noche antes habíamos quedado Miguel y yo con Antonio, alias la Tigresa, en La Taberna de la Ramona y salimos a mucho más dinero, y eso que sólo fuimos a tapear.
Me apetece, ya que estoy aquí, rememorar los mejores momentos que pasé en el Quincho antes de que ardiera, y eso que la primera impresión no fue precisamente memorable. Fue aquella cena infame en la que la Paca y la Gata me pusieron a parir por defender la República frente a la absurda monarquía que nos representa. Menos mal que la carne y los embutidos eran para recordar y hacer olvidar la mala compañía. Varias veces hemos ido Miguel y yo con los Antonios, y varias veces nos hemos puesto las botas con las crujientes ensaladas y la carne jugosa al puntísimo. También me acuerdo de hace un año, cuando fui con Antonio alias la Tigresa (por aquel entonces era simplemente Antoñito, lo de la Tigresa vendría después), cuando fue a visitar Murcia por primera vez y lo llevé a degustar esos bifes que resultan más sabrosos que los mismos solomillos.

SIN HUMO, Y UN PIMIENTO

Que estoy hasta los huevos de que se fume en sitios públicos, sobre todo restaurantes y bares de de copas, es algo que todos mis amigos conocen. Hasta tal punto es mi hartazgo que me estoy proponiendo entrar en contacto con alguna asociación cuyo objetivo sea, entre otros, conseguir una atmósfera más saludable para los no fumadores y perseguir una legislación tajante que haga eso posible. Hablando de legislaciones: hace un par de años el gobierno socialista aprobó la peor ley en su pasada legislatura: la mal llamada ley anti-tabaco, que obligaba a los bares y restaurantes de más de cien metros cuadrados a habilitar un espacio para, cuidado, fumadores, no para no fumadores. A día de hoy no acierto a acordarme de ningún pub o discoteca donde esto se cumpla. En cuanto a restaurantes, aquí va la lista de acercamientos por los cojones de la citada normativa:

Cristal y Barro, Almansa. La excusa que ponen los dueños es que, como la ley no está clara, han decidido directamente no habilitar zonas para nadie. En sus dos pisos enormes de restaurante no encuentras ni un resquicio donde puedas comerte el bacalao ajo arriero sin el regalo de varias bocanadas de humo de las mesas colindantes. Por supuesto, si pones cara de que eso te molesta, te regalan miradas asesinas de fumo-porque-quiero-y-te-jodes sin ningún tipo de descuento.

El Pincelín, Almansa. Vaya por delante que es uno de los mejores restaurantes a los que he ido. Razón de más para que me dé rabia que esta mini ley se incumpla allí, y no porque no te puedas comer unos deliciosos gazpachos marineros (los mejores del mundo) sin sabor a nicotina, sino porque lo tienes que hacer en un lugar reducido a la entrada del restaurante. Los dueños han pensado que para una mini ley no mejor es un mini espacio. Y si ese espacio está cogido, te tienes que joder y tragar humo con tus almejas de carril bañadas con el mejor Albariño disponible. Es decir, en Pincelín han entendido la ley al revés. El espacio que han habilitado (si se puede llamar espacio a esa ridícula mesa de cuatro) es para no fumadores.

El Quijote, Almansa. Este bar de trabajadores proletarios es uno de los mejores bares de menús de la localidad. Es enorme, razón por la que lo han dividido en dos zonas proporcionales para fumadores y no fumadores. Primer incumplimiento, ya que la ley obliga a que la zona para fumadores sea más pequeña que para la de no fumadores, que para eso somos, aunque parezca mentira, abrumadora mayoría. Pero el incumplimiento radica en que una vez que estás en tu zona de no fumadores, creyendo, tonto de ti, que estás libre del benzeno flotante como postre, te encuentras benzeno y todos los demás componentes danzando a tu alrededor acompañando el postre, y de paso, el resto de platos. No funciona recordarles a los camareros lo obvio. Te miran como si ellos no pudieran hacer nada, como si les estuvieras pidiendo abordar el Acorazado Potemkin.

El Pimiento, Águilas. Un esperanzador cartel de prohibido fumar te da la bienvenida. Supongo que la razón por la que un sitio tan casporro decidiera convertirse a la sana costumbre del no humo fuera porque aparece en muchas guías turísticas para guiris como typical Spanish, con sus sabrosos menús de serranitos, montaditos y pichos de la más sabrosa morería. Es un sitio que siempre me ha gustado y al que no íbamos desde mucho antes de esta birria de ley. Por eso saludé con un alivio, después de haber estado rodeado con los efluvios nicotinos del Casino, que decidiéramos tomarnos un tentempié allí, libres del gas asqueroso. Todo anduvo normal hasta que, al final de la cena, unas petardas, amigas de Isa Martos, se acercaron a nosotros y, con voz de monicacas nos preguntaron (más bien avisaron) si nos molestaba que fumaran. Me quedé mudo pensando cómo les iba a decir a unas pavas que no conocía que a mi sí me molestaba. Me limité a mirarlas como si les deseara un fusilamiento al amanecer, pero sus ansias por el carbón gaseoso eran más fuertes que cualquier capacidad para la captación de la sorna. Resultado: me cabreé como si tuviera almorranas, o sea, en silencio, y cuando no aguanté más, sobre todo, cuando vi que los camareros, como suele ser corriente, pasaban del tema, cogí mi chaqueta y fui yo el que se fue a la calle. Cuando terminaron la ingesta directa o indirecta de venenos en gas y salieron a la calle, Juan Antonio me preguntó que por qué me había enfadado. Yo le dije que si todos hubiéramos sido asertivos yo no habría tenido que recurrir a la maldita pasividad agresiva. La próxima vez, con mi mejor sonrisa, y con una gran dosis de sorna que me permita seguir con el buen humor, amenazaré con una simple denuncia. Y mientras tanto, a ver si localizo a alguna asociación de furibundos antitabaquistas que persigan una atmósfera sana mientras disfrutamos de nuestro ocio en buena sociedad.