jueves, 7 de junio de 2007

Los monstruos como respuesta a la imposibilidad de entender la complejidad humana


Acabo de leer en la edición de El País digital de hoy 7 de junio la noticia sobre este bilbaíno de 36 años afincado en Londres, Alberto Izaga, quien aparentemente llevaba una vida perfecta... hasta que ha matado a golpes a su niña de tan solo dos años. Alberto era un alto ejecutivo de una empresa líder en el sector de las aseguradoras, tenía un sueldo de 750.000 euros al año (más de veinte veces lo que gano yo), y un lujoso apartamento junto al Támesis, al parecer el mismo en el que se desarrollan algunas de las escenas más familiares de la obra maestra de Woody Allen Match Point. En el artículo se hace énfasis en la aparente normalidad del sujeto según sus amigos más cercanos. Y es precisamente en esa cocinada normalidad donde yo empiezo a sospechar.

Para empezar, nadie puede llevar una vida normal si a cambio cobra la friolera de 750.000 euros anuales. Lo que ocurre es que a los medios de comunicación les encanta insistir en la aparente normalidad de los asesinos, ya sean maltratadores domésticos o psicópatas. Bien es cierto que, dada la poca profundidad que normalmente suelen tener la relaciones humanas, esa normalidad puede engañar a más de uno. Yo trabajo con personas a diario y veo miserarias y alegrías humanas todos los días. También veo que la gente se esfuerza en tapar aquellas cosas que les separan de la ansiada normalidad, verdadero bálsamo encubridor de las múltiples (y a veces poco deseadas) facetas del ser humano.

Pero yo no me trago que Alberto Izaga fuese una persona normal, así como tampoco que en él habitara el espectro del Dr Jackyll y Mr Hyde, respetabilísimo de día y monstruoso de noche. Lo importante aquí es comprender que los seres humanos somos demasiado complejors, y que la sociedad del siglo XXI es mucho más compleja y mucho más caótica de lo que somos capaces de comprender. Además, las exigencias que esta sociedad nos impone nos obligan a crear monstruos si queremos estar a la altura, bien porque no producimos todos los beneficios que nos exige nuestra empresa, bien porque la imagen de éxito que queremos proyectar no es lo suficientemente rutilante. El estar leyendo en estos momentos American Psycho, de Brett Easton Ellis, me ayuda a comprender el cariz destructor de una persona como Izaga. Tanto él como Bateman, el protagonista de la novela de Ellis, sufren un cortocircuito con las demandas humanas de sus entornos respectivos por culpa de otras demandas, feroces, inhumanas, de una maquinaria productiva que les convierte en personas de éxito por fuera y en monstruos voraces por dentro.

lunes, 4 de junio de 2007

Reencuentros con el deporte


Esta mañana, en el trabajo, me he encontrado con Rufo antes que con nadie. Lo primero que he hecho ha sido darle las gracias por la amabilidad que tuvo al regalarme una entrada para ver el partido que enfrentaba a la Unión Deportiva Almansa con un equipo de la frontera burgalesa dentro de la fase de ascenson a la insoportable y anodina Segunda División B, aunque a tenor de la insistencia que mostré para ir a ver el susodicho partido cualqueira pensaría que estoy escribiendo una sociología sobre las infradivisiones del fútbol español. Cuando me enteré que P y R iban a ir a animar a nuestro supuestamente nihilista compañero se me hizo el culo pepsicola como suelen decir en la meseta meridional, y no sólo porque añore la compañía de todos estos amigos, sino porque el fútbol es algo con lo que poco a poco me voy reencontrando. Ya he admitido que es un producto de la envolvente sociedad de consumo nuestra, y que el valor deportivo es sólo una excusa para que uan panda de empresarios y publicistas se forren. Ahora lo que quiero es rescatar aquellas cosas de este deporte que son dignas de salvar y que me retrotraen a mi infancia, adolescencia y parte de mi edad adulta. Ayer fui a ver un partido de fútbol en directo por primera vez en más de 10 años. El último había sido un encuentro en Segunda B entre el Murcia y el Cartagena. Este año que viene, aprovechando que los primeros estarán en Primera y en estadio nuevo lo mismo me da por ir con Antonio, el flamante marido de mi madre.

El otro reencuentro lo he tenido hoy jugando al tenis. Desde que estuve en Alcaraz en mis comienzos como docente no había cogido una raqueta. Hoy he vuelto a pegarle golpes a la pelota con un compañero bastante agradable de Tecnología que me propuso hace ya algún tiempo la idea. Me he sentido patoso, como no podía ser de otro modo. Aun así, los recuerdos de adolescencia, cuando montado en una bicicleta me iba con JA Totajada y Andrés Felipe a las pistas ruinosas de un club de tenis abandonado de las afueras, me han invadido. Fueron meses de duros reveses y repentinas directas, en los que la bola iba de una pista a otra impulsada con nuestras energías sudorosas de chicos de 17 años y la incertidumbre que daba la inexperiencia. Qué lástima que algunos de esos partidos, sobre todo los que jugué a solas con JA, no durasen hasta el alba. Seguro que hubiésemos hecho una buena pareja.

viernes, 1 de junio de 2007

Cena de graduación y conversaciones sobre la muerte de lo normal

El otro día estuve en la graduación de mis muchachos de la ESO y Bachillerato. Fue una ceremonia emotiva y larga, en la que fui agasajado con varios premios y regalos en reconocimiento a mi labor docente dentro y fuera del aula. Nunca supe en su momento cuán importante el viaje a Londres iba a ser para un grupo de muchachos de apenas 17 años que acaban de empezar a conocer el mundo. Pero ahí estaba uno de los premios más merecidos, Mr London, menuda machada!!

La noche estuvo salpicada de alcohol, como no pudo ser de otra manera. Son de estas veladas en las que te encuentras con los alumnos en otro contexto, en el que verdaderamente se nota la confianza humana que te has ido labrando con ellos más allá de las exigencias académicas. Y como el alcohol relaja las defensas y potencia las confesiones, allí estábamos mis más cercanos alumnos y yo, hablando tanto en castellano como en inglés de fútbol, Dios, el follisqueo y el amor. Me sorprende y me congratula obervar los pocos prejuicios que tienen ante ciertos temas, así como me preocupa las inseguiridades que les asolan en otros. Pero todos hemos tenido 17años, y tan seguros hemos estado de cosas de las que un mes después no dudamos en poner en tela de juicio si la inteligencia nos acompaña. Es lo normal cuando se es joven, y la inteligencia rebasa en poco a la insolencia.

También fue un momento propicio para hablar con otros colegas de profesión. El día a día en la sala de profesores se presta bastante poco a ciertas confesiones acerca de las relaciones de pareja. Apoyado en la barra, conversé con P, el profe de educación física y compañero de borrascas sentimentales de mi queridísima amiga R. A medida que hablo con gente poco convencional me doy cuenta el daño que las exigencias sociales le hacen a mucha gente en lo que respecta a las relaciones de pareja. Las exigencias sociales te impelen a mantener una relación monógama, y a ser posible, eterna. Eso es algo frente a lo que algunos nos rebelamos como mejor podemos, pero otros agonizan en el intento sin saber contra qué están luchando. Conozco a muchas parejas, la gran mayoría heterosexuales, que estarían de puta madre si ambos se permitiesen un respiro y no sacralizaran tanto el sexo.

Michael Foucault tenía razón cuando decía que el espíruto vicotoriano todavía se encuentra entre nosotros porque aún no hemos superado el deseo de hablar del sexo como algo que debemos regular. La sociedad ha estado regulándolo desde siempre, quizá en los últimos dos siglos con más insistencia que antes. La sociedad lo ha convertido en pecado, en crimen, en enfermedad. Y hoy en día estamos obsesionados en regular aquellas prácticas nocivas para la pareja. El sexo siempre debe practicarse en pareja para que la pareja vaya bien. Ha de practicarse equis veces a la semana. El problema es que los discursos públicos sobre el sexo son muy poco diversos para la cantidad de parejas, hetersexuales y homosexuales, que hay. El mismo discurso no engloba el deseo de todos, y así, hay parejas que deciden compartir otras cosas y dejan el sexo para otros. Luego hay otras parejas que siguen compartiendo el sexo, pero que no se cierran a nuevas experiencias. Y, aunque parezca mentira, también las hay que son monógamas por propia iniciativa (de estas, conozco pocas, la verdad).

P y yo estuvimos hablando de la tiranía de las convenciones, que algunas veces inopinadamente asumimos, y de las que tanto trabajo nos cuesta deshacernos. Estuvimos poniendo en tela de juicio la monogamia y lo absurdo que para algunas personas como nosotros es, así como la riqueza personal que hay en las relaciones abiertas y consentidas en las que lo importante es que siempre hay algo aparte del sexo que compartir y disfrutar.

sábado, 26 de mayo de 2007

LA DESESPERACIÓN VICTORIANA DE MUJERES AMERICANAS



Me enganché a la serie Mujeres Deseperadas hará un par de veranos, cuando la primera temporada estaba más que mediada en la Uno. La escena que me metió el aguijón fue cuando la sofisticada y reaganiana Bree Van de Kamp se encontraba al lado del lecho de su marido en el hospital y le preguntó si todavía la quería, a lo cual él respondió que sí. Parecía una escena de reconciliación conyugal de lo más edulcorada cuando de repente Bree irguió la cabeza, dibujó una tenue sonrisa en su rostro que por el contrario ni se inmutó, y le susurró en el oido a su convaleciente marido que se alegraba que aún la siguiese queriendo, porque así se aseguraba de que iba a sufrir lo indecible con el tormento con el que ella a partir de entonces le iba a recompensar sus infidelidades, proceso de divorcio incluido. Hacía tiempo que no contemplaba una escena tan retorcida en la que a la aparente felicidad conyugal se yuxtaponía con crueldad el sadismo de una mujer despechada. En seguida me acordé de mi último curso de carrera y de las mujeres victorianas de las novelas sensacionalistas de los años 60 del siglo XIX. Recordé las a heroínas de autores y autoras como Wilkie Collins o Mary Elizabeth Braddon, mujeres que enfrentadas a las exigencias morales de su época, lejos de plegarse a ellas, optan por una rebeldía activa, hasta el punto de una notoria perversión en las formas y los fondos que utilizan para intentar sobrevivir.

La América suburbana de Westiria Lane tiene muchas cosas en común con la Inglaterra Victoriana del siglo XIX. En ambos casos, se trata de sociedades imperiales con rígidos códigos morales, a los cuales no siempre es fácil plegarse. En su concreción ficcional, tanto en un caso como en otro, se recurre a elementos oscuros para vehiculizar la perversión de los personajes que por sus características personales son incapaces de responder a las exigencias de dicho código. La sociedad victoriana apelaba a la sumisión y al puritanismo como valores irrenunciables en una mujer. La América contemporánea vela, de una manera igualmente escrupulosa, por el comportamiento sexual de sus ciudadanos. Hay conductas que son del todo inaceptables, sobre todo una de ellas: el adulterio, que es precisamente uno de los hilos conductores de los guiones de la serie. Sin el adulterio la relación entre Gabrielle y Carlos no tendría sentido, como tampoco la tendría la separación indefinida de Susan de su primer marido, la vengatividad calculada de Bree hacia todos los hombres que la rodean o la insaciabilidad de Edie hacia otros hombres. Tampoco tendría sentido los celos incesantes de Linette hacia Tom, aparentemente la pareja más sólida de todas las que pueblan el barrio residencial, pero plagada de forma constante por la manía enfermiza que Linette tiene sobre cuál debe ser la conducta sexual entre ella y su marido.

Es evidente que las circunstancias históricas hacen que los personajes de Westeria Lane follen de una forma más evidente que los que poblaban la ficción de la Inglaterra decimonónica. Pero el celo que tiene su sociedad por regular los comportamientos sexuales y morales hace que muchos de sus componentes se rebelen con la misma compulsión perversa que utilizaban muchos demonios victorianos.

El (buen) paso del tiempo y la profesión

Hace diez años empecé a trabajar en una profesión que ya por aquel entonces comenzó a estar maldita entre los medios de comunicación y entre los dimes y diretes populares. Ser profesor de secundaria se antojaba una empresa cuanto menos imposible, las más de las veces ingrata, estresante, mal valorada. Cuando decías por ahí a qué te dedicabas la gente, ignorante casi siempre, te miraba como si en realidad fueras un miembro de los GEOS. La culpa de todo parecía tenerla la reforma socialista, la vilipendiada LOGSE, origen de todos los sufrimientos y pesares de todos los profesores de instituto que, en sus edénicas rémoras, una década antes habían disfrutado de su profesión como si hubiesen sido miembros activos de la academia de Platón. La logse había traído caos e ignorancia a lo que antes era armonía y una sapiencia sin igual entre los aplicados alumnos.

Cuando en 1996 comencé a trabajar en esto de la secundaria comencé con el lógico temor de enfrentarme a una clase de 30 indisciplinados que, según contaba la leyenda urbana, sólo iban a tener el propósito de hacerme la vida imposible. En seguida me di cuenta que la cuestión no iba a ser enfrentarme a nada ni a nadie. La primera vez que entré en un aula de un instituto público (antes había sido acosado laboralmente en uno privado, pero entonces yo ni siquiera conocía ni el concepto ni la expresión “acoso laboral” ) me sorprendí al ver las caras de mis alumnos, asustados y pendientes de un nuevo profesor joven que durante nueve meses iba a ser su tutor en un medio tan novedoso para ellos como para mí. Fue en Alcaraz, en la sierra albaceteña, y todos aquellos críos de catorce años habían venido de sus villorrios al villorrio mayor de la comarca para, según decían sus mayores, hacerse personas de provecho. No atisbé la más mínima intención de hacerme la vida imposible rompiendo ventanas, colocándome chicle en las sillas o irrumpiendo en repentinas tormentas de bolas de papel como yo me imaginaba que aquello podía ser. Por el contrario, vi a chicos confundidos y deseosos de que alguien mayor que ellos les ayudase a descifrar en qué mundo vivían. En seguida me percaté que el inglés que yo les enseñaría sería la excusa, o en el mejor de los casos, el instrumento, para vehiculizar una visión del mundo lo suficientemente amplia y plural que les ayudase a situarse. Pronto me di cuenta que enseñar una asignatura no es otra cosa que presentar cierto orden de madurez al caos propio de la adolescencia.

Y no me fue mal a tenor del aprecio que mis alumnos me cogieron y yo les cogí. Recuerdo que el día de mi cumpleaños, por el mes de mayo cuando ya nos conocíamos y habíamos peleado lo suficiente, me hicieron una fiesta que para mí fue todo un homenaje. Me sentí muy halagado por ello, muy emocionado y temeroso de que eso nunca más me fuera a suceder. Es normal que lo hagan siendo yo un profesor tan joven que entiende sus inquietudes, pensé. Desde entonces no volví nunca más a decirle a ninguna clase cuál era el día de mi cumpleaños por temor a enfrentarme a la indiferencia. Este año, sin embargo, les dije a mis alumnos de 2º de Bachillerato, con los cuales he estado tres años desde que los cogí en 4º de la ESO, cuál era mi efemérides. Cuando el martes entré a clase Alcaraz volvió a mi memoria, diez años después. Esta vez me habían hecho un cartel que rezaba “Happy Birthday, Óscar”, y lo mejor, una tarta con la foto oficial del viaje que hicimos en marzo a Londres. Me puse a pensar en los alumnos que he tenido durante diez años. No entiendo por qué dice la gente que esta es una profesión ingrata. Aunque estas cosas te pasen de diez años en diez años la convierten en la mejor del mundo.

domingo, 13 de mayo de 2007

Eurovision 2007, o el lado lésbico del gay appea


Yo en esto de Eurovisión llevo ya más de dos décadas de primaveras. Desde que vi ganar por a Bucks Fizz por allá en el año 81 (España llevó una canción horrosa, por cierto) he visto cómo este festival ha ido cambiando y se ha transformado en una pasarela posmoderna de la canción en la que cabe de todo: desde baladas balcánicas (como la que ha ganado este año), rythm 'n blues, petardeo de toda la vida, puestas en escena grotescas, fusión de estilos, canciones típicamente festivaleras (ya no se llevan, por cierto; Sandra Kim no se hubiese comido una rosca en este siglo), hasta los más diversos folclores nacionales que últimamente son de lo más variopintos.

Este año no he podido ver el festival en directo. Me ha coincidido con la primera parte de la tetralogía wagneriana. Después de contemplar la reinterpretación que la Fura dels Baus ha hecho de la gigantesca ópera de Wagner, ver al día siguiente el festival de Eurovisión se podría considerar como un contrapunto inadmisible. Sin embargo, hay que aproximarse a la estética eurovisiva con cierto talante reinterpretativo, con un afán de descodificar los iconos que desfilan año a año, canción tras canción con el único fin de ganar.

Y para ganar en Eurovisión hay que atraerse el voto más codiciado de todos: el voto gay. Nadie puede negarlo. Si por allá por los años cincuenta las radiotelevisiones de seis países europeos juntaron presupuestos con la idea de lanzar un festival que consolidara una idea común de Europa, más de medio siglo después esa idea común ha sido colonizada, en su mayoría, por el público gay. Los guiños este años han sido constantes. Si hablamos de países que no pasaron de la semifinal, el ejemplo más obvio lo encontramos en la drag-queen danesa, demasiado evidente y poco explosiva como para haber arrancado más votos. En la final, en lo que a ellos se refiere, ha habido mucha proliferación de estética metrosexual, tan común entre los que nos movemos en sucedáneos de Chueca y el Soho londinense. Los nash españoles, el maquilladísimo y rasuradísimo cantante biolorruso, ese armenio atractivísimo con aires rudos del Cáucaso, o esa exuberancia del solista griego, tan común en los solistas mediterráneos (qué lástima que Italia no participe...). En lo referente a lo glam, bizarro y demás petardadas, los países no han dudado en hacer una guerrilla semántica de géneros. Ucrania, Suecia y Francia han tenido unas puestas en escena que bien podrían haberlas sacado de The Rocky Horror Picture Show. Pero donde más se nota el gay appeal, a pesar de las actuaciones de muchachitos y muchachones, es en el papel que desempeñan ellas. De hecho, el festival de Eurovisión ha sido ganado en la mayoría de ocasiones por mujeres en solitario. La puesta en escena de las divas eurovisivas debe conmover a la sensibilidad gay, y para ello, se apuesta siempre por una actuación bien desgarradora, o bien de chica mala y agresiva o siniestra. ¿A quién no ha recordado en su atrezzo la cantante de Eslovenia a la Alaska de los electroduendes? ¿O qué gay no siente haber sido alguna vez una colegiala traviesa como las del dúo ruso? A fin de cuentas, para las generaciones que votamos hoy en día ser gay ha supuesto ir contra corriente.

Lo que nunca ningún país había hecho hasta hoy (agradezco correcciones, blogueros) es lo de Serbia. Nunca nadie había apostado por una estética lésbica. Y a tenor de los resultados, ha funcionado a la perfección. Hoy me canso de leer en los diarios que Serbia ha ganado por la coalición de votos entre todos los países balcánicos (no deja de ser verdad). Pero lo que realmente creo que ha influido es el descubrimiento del lado lésbico del festival, tan obiviado hasta el día de ayer. No digo que todas las lesbianas del continente se hayan puesto como locas con sus móviles a votar a Marija Serifrovic y sus aires de camionera fina, ya que esto sólo no es suficiente. Para que una canción gane en Eurovisión necesita de tres cosas: ser diferente de las otras, tener una serie de países afines dispuestos a votarte y movilizar el voto gay. Ayer Marija culminó lo que su país ya intentara hace dos años con una fórmula que iba bien: la balada balcánica. En 2004, el atractivo Goran no pudo con la arrolladora Ruslana y fue segundo. En 2006, Bosnia lo intentó también, pero el año pasado fue el año de lo grotesco, y nadie pudo con Lordi. En 2007, Marija ha conseguido, con la fidelidad a un estilo muy arriesgado, y con el atrevimiento de una puesta en escena decididamente sáfica (esas miradas, esas manos del quinteto corista hacia ella), los votos de la gran mayoría de los euroviseros de todo el continente.

lunes, 7 de mayo de 2007

INSTANTÁNEAS DE MARRAKEC

He aprendido a utilizar el Photoshop, así, de casualidad, como ocurren muchas cosas. El recuerdo que tendré de este último viaje a Marrakech será diferente debido a este último descubrimiento, ya que la mayoría de instantáneas (algunas fotos no fueron precisamente instantáneas, ya que tardé casi dos minutos en obtener el resultado deseado) las he hecho sobre gentes, a las cuales una iluminación retocada les va a dar la vida en papel que yo les quise capturar en sus vidas reales. O al menos eso es lo que estoy tratando de hacer.
Porque la vida en Marrakech es dura. Y eso es algo que la mayoría de objetivos y lentes occidentales que por allí deambulan semana tras semana pasan por alto. Es difícil conseguir retratar el afán de supervivencia callejera y la picaresca necesaria para conseguirla. Es difícil capturar las frágiles sonrisas de los adolescentes que venden cualquier cosa en Jemaa El Fna, intermediarias del sufrimiento contenido y el anhelo de no pensar demasiado en lo puta que es la vida porque si piensas demasiado se te escapa un turista despistado que te puede dar una propina para comer esa tarde. Es difícil rescatar los movimientos de las bicicletas al atardecer, empujadas por hombres cansados, decididos a olvidar los dirhams no ganados oyendo a los milenarios cuentacuentos mientras la luz del día es sustituida por la de los focos de los puestos de comida. Marrakech es una rémora del neorrealismo italiano que Vittorio de Sica hubiese actualizado hoy en día, o una traslación contemporánea de la Sevilla de Velázquez, el Londres de Charles Dickens o la Salamanca del Siglo de Oro. Tanto entonces como hoy día en Marrakech y en innumerables lugares del mundo, el objetivo de las gentes es el mismo: ganar algo de dinero para poder comer, disfrazar un poco la dignidad para sobrevivir, no mirar demasiado los problemas para poder sonreír.

martes, 1 de mayo de 2007

VÍSPERAS DE UN VIAJE


Tenía 17 años cuando cogí el primer avión de mi vida. Desde entonces hay algo que siempre he adorado: hacer las maletas el día antes pensando en los avateres que me esperan una vez llegado a mi destino. Quizá me siento así porque tengo la suerte de ser un ciudadano del primer mundo que siempre ha viajado por placer. Otra gallo me cantaría si fuese en viaje de estrasadísimo negocio, aunque no hay que negarlo, lo único que no me gusta de mi trabajo es que no implique viajar más.


Esta vez Miguel y yo nos vamos a Marrakech. Es la primera vez en mi vida que voy a pisar suelo africano. Todo el mundo me ha avisado de lo mucho que me gustará, el encanto que tienen los zocos, que no me pierda el cuscús ni los zumos de naranja en la Medina al atardecer. El mundo es un pañuelo, y eso lo notas cada vez que emprendes un viaje. No hay casi destino en el mundo con el que tus amigos o conocidos o amigos de conocidos o viceversa no te agasajen con innumerables consejos sobre qué hacer, qué ver, qué visitar, qué evitar. En el trabajo me he dado cuenta que más del cincuenta por ciento de las conversaciones de ascensor versan sobre los viajes que uno ha hecho. En parte, viajar se está convirtiendo en material para la subsistencia verbal en situaciones intrascendentes.

Quizá esa sea la razón por la que no me guste embarcarme en ese tipo de conversaciones, de las que raramente suelo tomar parte excepto con aquellos con los que sé que podría tener, al menos, una conversación ya de descansillo de escalera. La experiencia que me gusta sacar del viaje me gusta que sea encontrada, genuina, repentina, no avisada en ninguna coversación previa ni en ningún párrafo de una guía de viajes. Suelen ser momentos difícilmente explicables en cualquier charla de café, ya que tu interlocutor no espera nunca relatos más allá de su pobre horizonte de expectativas. Durante una guardia me es imposible relatar el mar y la arena durante un largo atardecer en la costa oeste de Irlanda; o la multiplicación del verde en las praderas de Yorkshire mientras el tren te las deja detrás y da paso a otras aun más bellas; o el sonido del piano durante un concierto de jazz en el Village neoyorkino; o el East River al amanecer mientras tú en un taxi te das cuenta que la última noche de sexo en un rascacielos va a ser inolvidable; o los brillos milenarios del Foro Romano mientras saboreas el mejor helado de cualquier imperio. Son momento de éxtasis viajera, inconcebibles si el cuerpo y el intelecto no están en movimiento geográfico. Son sensaciones que buscas y de las que no puedes prescindir y que forman parte de de tu repertorio erótico personal, junto con otras experiencias como el sexo, el visionado de películas o algunas buenas lecturas.

No sé lo que Miguel y yo encontraremos en la antigua capital del reino marroquí. No quiero hacerme una idea de casi nada, como casi siempre. De esta forma, el viaje durará más, ya que en realidad dura mientras te acuerdas que lo has hecho.

lunes, 30 de abril de 2007

Fútbol y (homo)sexualidad: recuerdos adolescentes

El fútbol ha formado parte de mi vida. Puedo afirmar que soy uno de los pocos gays a los que les gusta el llamado deporte rey, y es que conozco a pocos maricones a los que les guste o les haya gustado tanto. Cuando era un niño de cuarto de egebé había un aspecto que me separaba del resto de compañeros: ellos hablaban de un juego que yo no entendía. Ese año se celebraba en España un acontecimiento de máxima cobertura mediática: el mundial de fútbol, el cual alimentaba conversaciones de recreo que me perdía por no entender ni siquiera lo que significaba marcar un gol. Yo siempre he sido un niño curioso y todo lo que ha ocurrido a mi alrededor ha suscitado mi curiosidad. De tanto oír en los telediarios, de tantos programas especiales, de tantos partidos amistosos, de tantas conversaciones de mis compañeros de juegos terminé preguntándome que aquello que estaba en el candelero debía de ser algo importante. Y hoy en día todavía lo mantengo, aunque la visión que actualmente tengo del balompié diste de la curiosidad, pasión e incluso obsesión que llegué a sentir en ciertas etapas adolescentes de mi crecimiento. Aún no he hecho un análisis de por qué me llegó a gustar tanto este deporte. Mi madre se escandalizó de que pasase en cuestión de meses de la más absoluta indiferencia a una enardecida atención. El mundial de fútbol de España, la liga 82/83, ganada por el Athletic y perdida por el Real Madrid, la fase de clasificación a la Eurocopa de Francia, copada por el legendario partido contra Malta, tuvieron parte de culpa de que empezase a apasionarme este deporte tan masculinista de masas.

Una de las razones de esa repentina fijación en el fútbol fue que me entró por uno de los canales que más han determinado mi vida intelectual: la lectura. Durante el año 1982 se publicaron centenares de libros sobre los mundiales. Muchos de estos libros los sacaban las marcas patrocinadoras y muchas de ellas dejaban ejemplares de regalo en el bar de mi padre. Esos libros contenían una de las cosas que siempre más han arrastrado mi atención: números y estadísticas y nombres de países. Aún recuerdo cómo me pegué al globo terráqueo que mi padre me compró cuando tenía seis años. Me pegué a él como si fuera una polilla. Con siete años me sabía de memoria todas las capitales europeas y americanas. Las africanas estaban en el hemisferio sur y me costaba más verlas. Ahora tenía en mi poder libros con los nombres de esos países y sus resultados a lo largo de la historia de los mundiales. Enseguida me aprendí todos los campeones, subcampeones, goleadores, sedes, incluso datos aparentemente intrascendentes como los equipos que nunca lograron marcar un gol en una fase final. Pronto comencé a cambiar mis colecciones de álbumes de series de dibujos animados por álbumes de fotos de futbolistas. Ese año Danone publicó un álbum de cromos de la historia de los mundiales y el mundial de España. Seguidamente, y durante varias temporadas, estuve coleccionando cromos sobre la liga española. Así pude admirar uno de los elementos y una de las cosas que más me atrajeron: los futbolistas.

Con diez años, para mí los futbolistas eran personas mayores. Eran tíos que corrían, sudaban y se peleaban llegado el momento. No se me ha olvidado el partido inicial de la Eurocopa de Francia en el que Amorós le dio un cabezazo a un jugador danés. La selección danesa no había disputado el mundial y era la gran sorpresa de la fase final europea. A mí esa selección me atrajo por varias razones: me hacían gracia los nombres, todos terminados en –sen, me gustaba la uniformación entre roja y rosa, y había algo en algunos judadores que no me asustaba. En el mundial de España jugadores germánicos como Rummenigge, Stilike o Schuster me aterrorizaban con sus mostachos vikingos. Los jugadores daneses eran los primeros nórdicos que yo veía en pantalones cortos y sin bigote. Se me antojaban niños como yo, niños con los que a mí me hubiese apetecido jugar, o mejor dicho, hablar después de que ellos hubiesen jugado. Porque mi inclinación por el fútbol siempre ha sido pasiva. Las veces que he intentado jugar siempre he acabado arrepintiéndome haber jugado y prometiendo que esa iba a ser la última vez. Los daneses me inspiraban confianza, y me alegré muchísimo cuando se clasificaron para las semifinales, a pesar de que en ellas se enfrentarían a España, y yo por aquella época creía que España era lo último y lo primero. Cuando Sarabia marcó el gol clasificatorio en los penalties, por supuesto fui uno de los millones de españoles que saltó por lo aires de alegría de que la selección, después del desastre del mundial, alcanzase una final, hasta la fecha la única que le he visto jugar. Sin embargo, sentía pena por los daneses a los que me hubiese gustado haber seguido viendo por televisión. En el mundial de Méjico iba a seguir teniendo ese gusto.

Fue precisamente durante la fase de clasificación a este mundial cuando me encontré con mi primera epifanía futbolístico-erótica. A España le había tocado un grupo asequible: Escocia, País de Gales o Islandia no debían ser rivales para la consecución de la tan ansiada clasificación al país azteca. Sin embargo, tras ganar 3-0 a los galeses en Sevilla, dicha clasificación empezó a torcerse una aciaga noche en Glasgow. Yo vivía todavía en esa colmena de edificio en el barrio de Santa Bárbara, y desde la tele pequeña de mi habitación fui testigo de una severa y justa derrota ante los escoceses. Dos de los goles rivales fueron obra del baluarte de mis sueños húmedos durante las siguientes semanas. Se apedillaba Jonhson, y con su cabellera rubia peinó dos cabezazos a los que Arconada no pudo llegar en el primer tiempo. En la segundad mitad, en un lance del juego, el pantalón se le fue arriba, dejando visible ante las cámaras y mis ojos un glúteo blanco y marmóreo con el que soñé esa noche haciéndome una de mis primeras pajas. Esa imagen me persiguió durante un tiempo, y durante ese tiempo yo también la perseguí. Cuando años después vi la película de James Ivory Maurice, la imagen del rubio Jonhson todavía estaba ahí, así como su glúteo al que mi imaginación le concedió un lógico gemelo. Desde entonces, he tenido debilidad por los jugadores de fútbol rubios y con buen pandero: Koeman y Maceda, entre otros muchos, fueron otros compañeros de sueños sicalípticos que hicieron del fútbol para mí algo más que un deporte.

sábado, 28 de abril de 2007

Por qué odio al PP, parte I

Desde hace cinco o seis años he convertido la discrepancia en odio hacia unas siglas, que no hacia una ideología, que por supuesto no comparto y que, por culpa de esas siglas y de otros exponentes europeos como Berlusconi o Sarkozy, me cuesta cada vez más respetar.

El odio, como el amor, es algo que hay que intentar racionalizar. Es la única manera de que se convierta en un sentimiento inteligente, si se admite la contradicción. En este caso necesito poner por escrito por qué se me revuelve el estómago, o por qué me entran ganas de quemar el televisor, cada vez que por él salen reptiles como Zaplana, Acebes, Esperanza Aguirre o la sombra del enano con bigote.

Para empezar los odio, porque son la continuación del franquismo por línea familiar, que es la línea temporal que el antiguo régimen siempre ha utilizado como lógica del paso del tiempo. Trillo, Mariscal de Gante (ministra de nosequé en el primer mandato de Aznar I), Acebes, Aznar I, Esperanza Aguerrida o Michavila el Creyente, son sólo algunos ejemplos de vástagos de hijosdeputa que hicieron posible el franquismo desde posiciones ministeriales u otras sinecuras de más baja estopa. Por supuesto, no se nos puede olvidar el padre de toda esta estirpe dinástica: Fraga el Eterno, sólo que éste no es hijo, sino padre y espíritu santo del antiguo movimiento nacional embalsamado en vida para gloria de los gallegos y senadores de todo el reino. No obstante, los personajes no serían lo más importante en la continuación de la saga si no fuera porque la acción tiene los mismos ingredientes: nacionalcatolicismo a marchamartillo, coalición de intereses con el mundo empresarial y obsesión compulsiva en capitalizar la idea de España como algo ultramundano, anterior incluso a la formación del mismísimo universo.

Para continuar, los odio porque son los estandartes de la mentira mediática, actualizada hace cuatro años en arma de distracción masiva a propósito del desmadre de las Azores y la espantosa guerra de Irak. Para ello han hecho suya la frase de Goebels, antiguo ministro de propaganda en Alemania durante el III Reig: repite una mentira tantas veces como haga falta y al final se convertirá en verdad. Para ello los de la doble P se sirvieron de los servicios de la Urraca Urdaci, convertida a la sazón en pregonero oficial, aparte de acaparar debetes, tertulias y demás programas de información con periodistas afines. Nunca jamás había sentido tanta desesperación y vergüenza al ver un telediario como las que sentí hace tres y cuatro años apropósito de asuntos como la Huelga General, el desastre del Prestige, la guerra de Irak, la tramitación de leyes como la LOCE, el golpe de Estado institucional en la Asamblea de Madrid, y por supuesto, el horrible atentado islamista del 11 de marzo. Estos son sólo algunos ejemplos de cómo la doble P intentó manipular a la opinión pública reduciendo sus informativos única y exclusivamente a la visión oficial que favorecía los intereses del gobierno de turno. De esta manera, asistí, espantado, a la mayor masacre mediática que ha sufrido la democracia española. Me di cuenta que en el mundo contemporáneo los golpes de estado con pistola tipo Tejero ya no son necesarios. Lo único que hace falta es hacerse con los medios de comunicación para cocinar la única verdad que quieres que los ciudadanos conozcan. Y eso, princiapalmente, más allá de la mala gestión en otros asuntos, fue lo que más me asústó de la doble P: su infinita capacidad para dejar sin valor real a la democracia.

Por otra parte, los odio con todos mis higadillos porque son los principales responsables políticos de que nuestros ecosistemas, tanto naturales como urbanos, estén degradadísimos. Ellos son los responsables del peor y el más insotenible desarrollo urbanístico de toda Europa, de que nuestras costas sean parajes desolados por el cemento y la especulación, de que el turismo de interior esté encaminado exclusivamente a resorts de lujo con imposibles campos de golf, de que las ciudades en las que gobiernan cada vez haya más coches y contaminación y menos servicios públicos de transportes, de que no se rehabiliten zonas históricas sino que se deje que se degraden con el único fin de especular, de que confundan progreso con destrucción urbanística y natural.

Finalmente, (por ahora), los odio por su pertinaz homofobia.