Acabo de leer en la edición de El País digital de hoy 7 de junio la noticia sobre este bilbaíno de 36 años afincado en Londres, Alberto Izaga, quien aparentemente llevaba una vida perfecta... hasta que ha matado a golpes a su niña de tan solo dos años. Alberto era un alto ejecutivo de una empresa líder en el sector de las aseguradoras, tenía un sueldo de 750.000 euros al año (más de veinte veces lo que gano yo), y un lujoso apartamento junto al Támesis, al parecer el mismo en el que se desarrollan algunas de las escenas más familiares de la obra maestra de Woody Allen Match Point. En el artículo se hace énfasis en la aparente normalidad del sujeto según sus amigos más cercanos. Y es precisamente en esa cocinada normalidad donde yo empiezo a sospechar.
Para empezar, nadie puede llevar una vida normal si a cambio cobra la friolera de 750.000 euros anuales. Lo que ocurre es que a los medios de comunicación les encanta insistir en la aparente normalidad de los asesinos, ya sean maltratadores domésticos o psicópatas. Bien es cierto que, dada la poca profundidad que normalmente suelen tener la relaciones humanas, esa normalidad puede engañar a más de uno. Yo trabajo con personas a diario y veo miserarias y alegrías humanas todos los días. También veo que la gente se esfuerza en tapar aquellas cosas que les separan de la ansiada normalidad, verdadero bálsamo encubridor de las múltiples (y a veces poco deseadas) facetas del ser humano.
Pero yo no me trago que Alberto Izaga fuese una persona normal, así como tampoco que en él habitara el espectro del Dr Jackyll y Mr Hyde, respetabilísimo de día y monstruoso de noche. Lo importante aquí es comprender que los seres humanos somos demasiado complejors, y que la sociedad del siglo XXI es mucho más compleja y mucho más caótica de lo que somos capaces de comprender. Además, las exigencias que esta sociedad nos impone nos obligan a crear monstruos si queremos estar a la altura, bien porque no producimos todos los beneficios que nos exige nuestra empresa, bien porque la imagen de éxito que queremos proyectar no es lo suficientemente rutilante. El estar leyendo en estos momentos American Psycho, de Brett Easton Ellis, me ayuda a comprender el cariz destructor de una persona como Izaga. Tanto él como Bateman, el protagonista de la novela de Ellis, sufren un cortocircuito con las demandas humanas de sus entornos respectivos por culpa de otras demandas, feroces, inhumanas, de una maquinaria productiva que les convierte en personas de éxito por fuera y en monstruos voraces por dentro.