lunes, 7 de septiembre de 2009

Moon Palace, Monument Valley y mi último viaje a EEUU

Paul Auster es, sin duda, uno de los escritores vivos que más influencia tienen en la forma que tengo de ver la vida y todos sus complejos elementos: el significado del arte y la creación, la tensión entre casualidad y conexión significativa, o el papel del escritor como ordenador del caos entre la ingente cantidad de estímulos con los que una urbe contemporánea como Nueva York le bombardea. Los personajes de Auster, ya lo supe desde que me estrené en su narrativa con The New York Trilogy, se lanzan a sí mismos a un vacío depurador que amenaza en convertirlos en homeless o vagabundos en la periferia de la pesadilla americana. En un momento de ese vacío sucede una epifanía a partir de la cual todo comienza a tener sentido, y el vagar de un lado para otro sin un dólar en el bolsillo empieza a tener como respuesta la recompensa de encontrar el santo grial del significado de la vida. Este podría ser el tema de obras tan dispares en argumento como Leviathan, alguna de las novellas que configuran la trilogía, The Book of Illusions, Brooklyn Follies, o una de sus primeras obras y última en leerme hasta el momento, Moon Palace. Aquí, el momento de la epifanía redentora es cuando el protagonista, MS Fogg, descubre el neón del Palacio de la Luna, que no es otra cosa que el cartel del restaurante chino que está en el edificio donde parece languidecer hasta la inanición. Más adelante nos daremos cuenta que ese neón preludia una visión lunar del paisaje más escondido del desierto que se cobija en el rincón más misterioso de las profundidades de Norteamérica, en la tierra estéril y carcomida por la erosión de Arizona y Utah. Precisamente ese desierto pintado, el que bordea el mayor tesoro geológico del continente, Moniment Valley, es lo que hizo que mis compañeros de viaje se dieran cuenta que todos los miles de millas desde San Francisco habían merecido la pena, aunque sólo fuera para ver lo inverosímil y roja que aparecía la tierra en ese desierto irrepetible, herido de cañones por los ríos Colorado y San Juan.
El buscar el sentido de la existencia a través de la inmensidad del continente norteamericano es uno de los temas más recurrentes de la literatura de ese país desde que Walt Whitman lo encumbrara a través de su poesía. El punto álgido de este errar de la ciudad al campo, del campo a las montañas, y de ahí a las llanuras interminables, al desierto más allá de las cumbres más altas y al más ancho mar de todos lo encontró la Beat Generation con Jack Kerouac como escritor más relevante y su On the Road como declaración de intenciones. Si muchos norteamericanos vienen a Pamplona siguiendo los pasos de otro de los monstruos de la literatura de su país, Ernest Hemingway, no deja de ser cierto lo mismo de muchos europeos que alguna vez nos hemos embarcado en un avión con la intención de coger un coche y emular a Moriarty y compañía en una de sus varias travesías por la inhóspita geografía de América del Norte. Monument Valley se encuentra acurrucado en lo más hondo de esa geografía. Henry Miller, que detestaba su propio país, dijo que era el punto más misterioso de toda América. Es un museo de extrañas formaciones geológicas en medio de uno de los desiertos más terribles que existen sobre la tierra. John Ford le rindió varios homenajes en innumerables películas, entre ellas La Diligencia y Centauros en el Desierto. En la novela Moon Palace es el sitio donde se fragua el devenir de las tres generaciones de desposeídos que conforman la narración en el seno de una cueva que el paso del tiempo sumerge, aparentemente, en lo que hoy en día es el Lago Powell, ese que vislumbramos mis amigos y yo cuando nos alejamos de Page, ese pueblo fundado a finales de los cincuenta no sabíamos exactamente con qué fuste. Ahora lo comprendemos. Se erigiría para atender los asuntos de esa presa, fuente de energía y derroche para los oasis urbanísticos que se han levantado en Arizona y que conforman esa pesadilla de aire acondicionado que ya presagiaba el bueno de Miller en los años 40.
Monument Valley es, junto con Yosemite, el sitio del Oeste americano al que sin duda voy a volver porque no tengo la sensación de haber agotado su misterio. Cabalgar a lomos de un caballo en completa soledad a través de las Tres Hermanas es algo intangible, sobre todo porque no he cabalgado un caballo en mi vida. Sin embargo, andar como ya una vez anduve y vislumbrar esos senderos sin pisar a los que Walt Whitman se refería en Cálamo sería culminar esa imagen tan particular que sigo teniendo de mi propio sueño americano.

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