domingo, 24 de noviembre de 2013

La Ley de Seguridad Ciudadana y la gestión emocional de lo indignante.

Hace poco más de dos años, cuando el PP volvió a ganar unas elecciones por mayoría absoluta, sabíamos que nos esperaban tiempos difíciles, y no ya por la crisis que nos estaba empezando a devorar desde hacía tres años, sino porque muchos teníamos el convencimiento de que a partir de ese instante estábamos en el punto de partida de perder nuevamente derechos sociales que tanto tiempo costó conseguir. Hacer un repaso de este bienio negro (que fácilmente se convertirá en cuatrienio si no en algún ienio más largo de difícil morfología) se torna tan tortuoso: una reforma laboral que acelera el despido y rebaja la protección a los trabajadores, unos recortes en sanidad que nos han abocado a líneas rojas como el copago o la retirada de la tarjeta sanitaria a cierto tipo de ciudadanos, unos recortes en educación que convierten la opción de los estudios universitarios en un privilegio para unos cuantos, una ley de dependencia desprovista de un mínimo presupuesto que la haga efectiva... Podríamos seguir e incluir de qué forma tan burda repetidamente han faltado a sus palabras electorales de no tocar esto y no tocar aquello (pensiones, sanidad, educación, servicios sociales en los que no creen excepto para forrarse). Podríamos ahondar en la manera tan carcaturesca en la que evitan dar explicaciones ante los periodistas y se parapetan en teles de plasma, ruedas de prensa sin preguntas o en comentarios sobre lo mucho que llueve.

Pero lo que más nos debe preocupar a partir de ahora, aquello que deberemos gestionar sin caer en el salvajismo es el proyecto de ley que están preparando para que no protestemos y, si lo hacemos, que no se nos oiga. La mal llamada Ley de Seguridad Ciudadana no pretende sino amordazar al descontento, crimilanizar al disidente y poner obstáculos al desacuerdo. Que a estas alturas tengamos que retrotraernos a argumentos decimonónicos para justificar la democracia quiere decir que ese concepto nunca tuvo un verdadero raigambre en este país cainista de vencedores fascistas y vencidos del resto de ideologías. La democracia en España, como se demuestra cada equis tiempo (y últimamente, cada vez que el PP acapara cierto poder insititucional) ha sido un estado de excepción más que una tónica general. Todavía más de la mitad de la población que vive en España vivió algún año de dictadura. Muchos de ellos la vivieron como lo más natural del mundo. Quizá esa puede ser la explicación por la que ayer toda una nación no salió a la calle como debería de haberlo hecho para protestar que nos devuelvan una democracia sin la que muchos de ellos a fin y al cabo nacieron. Otros muchos, los que crecimos en democracia y la llevamos en nuestra espina dorsal, vemos atónitos e indignados cómo se nos va a recortar para amordazarnos. La solución a esta barbarie estará, en parte, en la manera civilizada e inteligente con la que podamos gestionar dicha indignación.

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