martes, 13 de octubre de 2009

En el desván de los libros perdidos

Hoy he subido al desván donde una vez apilé los cientos de libros que decidí no iban a viajar conmigo desde que, hace ya casi quince años, volé del nido familiar. Aparte de las arañas patúas y el indigesto polvo apilado por años de inacción, me esperaban innumerables volúmenes que algún día, en los albores de mi vida lectora, devoré. Sería tedioso hacer una recopilación de muchos de ellos; no en vano, la razón por la que estaban allí era porque no creí en su momento conveniente tenerlos a mano. Para una persona como yo que salía a razón de uno o dos libros por semana en mis años universitarios, pretender tener una biblioteca personal exhaustiva siempre al lado es imposible, especialmente si tenemos en cuenta que estuve vagando de una casa de alquiler a otra durante más de cinco añitos, durante los cuales me acordé de los muertos de más de un autor por obligarme a cagarlo a cuestas cada vez que tocaba mudanza. Sin embargo, muchos recuerdos de horas pasadas en la mecedora se han agolpado demasiado deprisa. La razón por la que he invadido la planta segunda de la casa de la huerta de mi abuela ha sido mis ganas de leer una novela negra que hace catorce años me aburrió soberanamente, y que ahora tengo el convencimiento de que me va a gustar, Beltenebros, de Antonio Muñoz Molina. Curiosamente, no la he encontrado entre esa vorágine polvorienta de publicaciones, y ha tenido que ser al regresar a Molina cuando la he visto yaciendo en su mismo lugar de siempre, en la misma leja de siempre, en mi habitación de casi toda la vida.

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