Tenía 17 años cuando cogí el primer avión de mi vida. Desde entonces hay algo que siempre he adorado: hacer las maletas el día antes pensando en los avateres que me esperan una vez llegado a mi destino. Quizá me siento así porque tengo la suerte de ser un ciudadano del primer mundo que siempre ha viajado por placer. Otra gallo me cantaría si fuese en viaje de estrasadísimo negocio, aunque no hay que negarlo, lo único que no me gusta de mi trabajo es que no implique viajar más.

Esta vez Miguel y yo nos vamos a Marrakech. Es la primera vez en mi vida que voy a pisar suelo africano. Todo el mundo me ha avisado de lo mucho que me gustará, el encanto que tienen los zocos, que no me pierda el cuscús ni los zumos de naranja en la Medina al atardecer. El mundo es un pañuelo, y eso lo notas cada vez que emprendes un viaje. No hay casi destino en el mundo con el que tus amigos o conocidos o amigos de conocidos o viceversa no te agasajen con innumerables consejos sobre qué hacer, qué ver, qué visitar, qué evitar. En el trabajo me he dado cuenta que más del cincuenta por ciento de las conversaciones de ascensor versan sobre los viajes que uno ha hecho. En parte, viajar se está convirtiendo en material para la subsistencia verbal en situaciones intrascendentes.
Quizá esa sea la razón por la que no me guste embarcarme en ese tipo de conversaciones, de las que raramente suelo tomar parte excepto con aquellos con los que sé que podría tener, al menos, una conversación ya de descansillo de escalera. La experiencia que me gusta sacar del viaje me gusta que sea encontrada, genuina, repentina, no avisada en ninguna coversación previa ni en ningún párrafo de una guía de viajes. Suelen ser momentos difícilmente explicables en cualquier charla de café, ya que tu interlocutor no espera nunca relatos más allá de su pobre horizonte de expectativas. Durante una guardia me es imposible relatar el mar y la arena durante un largo atardecer en la costa oeste de Irlanda; o la multiplicación del verde en las praderas de Yorkshire mientras el tren te las deja detrás y da paso a otras aun más bellas; o el sonido del piano durante un concierto de jazz en el Village neoyorkino; o el East River al amanecer mientras tú en un taxi te das cuenta que la última noche de sexo en un rascacielos va a ser inolvidable; o los brillos milenarios del Foro Romano mientras saboreas el mejor helado de cualquier imperio. Son momento de éxtasis viajera, inconcebibles si el cuerpo y el intelecto no están en movimiento geográfico. Son sensaciones que buscas y de las que no puedes prescindir y que forman parte de de tu repertorio erótico personal, junto con otras experiencias como el sexo, el visionado de películas o algunas buenas lecturas.
No sé lo que Miguel y yo encontraremos en la antigua capital del reino marroquí. No quiero hacerme una idea de casi nada, como casi siempre. De esta forma, el viaje durará más, ya que en realidad dura mientras te acuerdas que lo has hecho.
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