Hace diez años empecé a trabajar en una profesión que ya por aquel entonces comenzó a estar maldita entre los medios de comunicación y entre los dimes y diretes populares. Ser profesor de secundaria se antojaba una empresa cuanto menos imposible, las más de las veces ingrata, estresante, mal valorada. Cuando decías por ahí a qué te dedicabas la gente, ignorante casi siempre, te miraba como si en realidad fueras un miembro de los GEOS. La culpa de todo parecía tenerla la reforma socialista, la vilipendiada LOGSE, origen de todos los sufrimientos y pesares de todos los profesores de instituto que, en sus edénicas rémoras, una década antes habían disfrutado de su profesión como si hubiesen sido miembros activos de la academia de Platón. La logse había traído caos e ignorancia a lo que antes era armonía y una sapiencia sin igual entre los aplicados alumnos.
Cuando en 1996 comencé a trabajar en esto de la secundaria comencé con el lógico temor de enfrentarme a una clase de 30 indisciplinados que, según contaba la leyenda urbana, sólo iban a tener el propósito de hacerme la vida imposible. En seguida me di cuenta que la cuestión no iba a ser enfrentarme a nada ni a nadie. La primera vez que entré en un aula de un instituto público (antes había sido acosado laboralmente en uno privado, pero entonces yo ni siquiera conocía ni el concepto ni la expresión “acoso laboral” ) me sorprendí al ver las caras de mis alumnos, asustados y pendientes de un nuevo profesor joven que durante nueve meses iba a ser su tutor en un medio tan novedoso para ellos como para mí. Fue en Alcaraz, en la sierra albaceteña, y todos aquellos críos de catorce años habían venido de sus villorrios al villorrio mayor de la comarca para, según decían sus mayores, hacerse personas de provecho. No atisbé la más mínima intención de hacerme la vida imposible rompiendo ventanas, colocándome chicle en las sillas o irrumpiendo en repentinas tormentas de bolas de papel como yo me imaginaba que aquello podía ser. Por el contrario, vi a chicos confundidos y deseosos de que alguien mayor que ellos les ayudase a descifrar en qué mundo vivían. En seguida me percaté que el inglés que yo les enseñaría sería la excusa, o en el mejor de los casos, el instrumento, para vehiculizar una visión del mundo lo suficientemente amplia y plural que les ayudase a situarse. Pronto me di cuenta que enseñar una asignatura no es otra cosa que presentar cierto orden de madurez al caos propio de la adolescencia.
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