domingo, 13 de mayo de 2007

Eurovision 2007, o el lado lésbico del gay appea


Yo en esto de Eurovisión llevo ya más de dos décadas de primaveras. Desde que vi ganar por a Bucks Fizz por allá en el año 81 (España llevó una canción horrosa, por cierto) he visto cómo este festival ha ido cambiando y se ha transformado en una pasarela posmoderna de la canción en la que cabe de todo: desde baladas balcánicas (como la que ha ganado este año), rythm 'n blues, petardeo de toda la vida, puestas en escena grotescas, fusión de estilos, canciones típicamente festivaleras (ya no se llevan, por cierto; Sandra Kim no se hubiese comido una rosca en este siglo), hasta los más diversos folclores nacionales que últimamente son de lo más variopintos.

Este año no he podido ver el festival en directo. Me ha coincidido con la primera parte de la tetralogía wagneriana. Después de contemplar la reinterpretación que la Fura dels Baus ha hecho de la gigantesca ópera de Wagner, ver al día siguiente el festival de Eurovisión se podría considerar como un contrapunto inadmisible. Sin embargo, hay que aproximarse a la estética eurovisiva con cierto talante reinterpretativo, con un afán de descodificar los iconos que desfilan año a año, canción tras canción con el único fin de ganar.

Y para ganar en Eurovisión hay que atraerse el voto más codiciado de todos: el voto gay. Nadie puede negarlo. Si por allá por los años cincuenta las radiotelevisiones de seis países europeos juntaron presupuestos con la idea de lanzar un festival que consolidara una idea común de Europa, más de medio siglo después esa idea común ha sido colonizada, en su mayoría, por el público gay. Los guiños este años han sido constantes. Si hablamos de países que no pasaron de la semifinal, el ejemplo más obvio lo encontramos en la drag-queen danesa, demasiado evidente y poco explosiva como para haber arrancado más votos. En la final, en lo que a ellos se refiere, ha habido mucha proliferación de estética metrosexual, tan común entre los que nos movemos en sucedáneos de Chueca y el Soho londinense. Los nash españoles, el maquilladísimo y rasuradísimo cantante biolorruso, ese armenio atractivísimo con aires rudos del Cáucaso, o esa exuberancia del solista griego, tan común en los solistas mediterráneos (qué lástima que Italia no participe...). En lo referente a lo glam, bizarro y demás petardadas, los países no han dudado en hacer una guerrilla semántica de géneros. Ucrania, Suecia y Francia han tenido unas puestas en escena que bien podrían haberlas sacado de The Rocky Horror Picture Show. Pero donde más se nota el gay appeal, a pesar de las actuaciones de muchachitos y muchachones, es en el papel que desempeñan ellas. De hecho, el festival de Eurovisión ha sido ganado en la mayoría de ocasiones por mujeres en solitario. La puesta en escena de las divas eurovisivas debe conmover a la sensibilidad gay, y para ello, se apuesta siempre por una actuación bien desgarradora, o bien de chica mala y agresiva o siniestra. ¿A quién no ha recordado en su atrezzo la cantante de Eslovenia a la Alaska de los electroduendes? ¿O qué gay no siente haber sido alguna vez una colegiala traviesa como las del dúo ruso? A fin de cuentas, para las generaciones que votamos hoy en día ser gay ha supuesto ir contra corriente.

Lo que nunca ningún país había hecho hasta hoy (agradezco correcciones, blogueros) es lo de Serbia. Nunca nadie había apostado por una estética lésbica. Y a tenor de los resultados, ha funcionado a la perfección. Hoy me canso de leer en los diarios que Serbia ha ganado por la coalición de votos entre todos los países balcánicos (no deja de ser verdad). Pero lo que realmente creo que ha influido es el descubrimiento del lado lésbico del festival, tan obiviado hasta el día de ayer. No digo que todas las lesbianas del continente se hayan puesto como locas con sus móviles a votar a Marija Serifrovic y sus aires de camionera fina, ya que esto sólo no es suficiente. Para que una canción gane en Eurovisión necesita de tres cosas: ser diferente de las otras, tener una serie de países afines dispuestos a votarte y movilizar el voto gay. Ayer Marija culminó lo que su país ya intentara hace dos años con una fórmula que iba bien: la balada balcánica. En 2004, el atractivo Goran no pudo con la arrolladora Ruslana y fue segundo. En 2006, Bosnia lo intentó también, pero el año pasado fue el año de lo grotesco, y nadie pudo con Lordi. En 2007, Marija ha conseguido, con la fidelidad a un estilo muy arriesgado, y con el atrevimiento de una puesta en escena decididamente sáfica (esas miradas, esas manos del quinteto corista hacia ella), los votos de la gran mayoría de los euroviseros de todo el continente.

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