domingo, 1 de febrero de 2009

SIN HUMO, Y UN PIMIENTO

Que estoy hasta los huevos de que se fume en sitios públicos, sobre todo restaurantes y bares de de copas, es algo que todos mis amigos conocen. Hasta tal punto es mi hartazgo que me estoy proponiendo entrar en contacto con alguna asociación cuyo objetivo sea, entre otros, conseguir una atmósfera más saludable para los no fumadores y perseguir una legislación tajante que haga eso posible. Hablando de legislaciones: hace un par de años el gobierno socialista aprobó la peor ley en su pasada legislatura: la mal llamada ley anti-tabaco, que obligaba a los bares y restaurantes de más de cien metros cuadrados a habilitar un espacio para, cuidado, fumadores, no para no fumadores. A día de hoy no acierto a acordarme de ningún pub o discoteca donde esto se cumpla. En cuanto a restaurantes, aquí va la lista de acercamientos por los cojones de la citada normativa:

Cristal y Barro, Almansa. La excusa que ponen los dueños es que, como la ley no está clara, han decidido directamente no habilitar zonas para nadie. En sus dos pisos enormes de restaurante no encuentras ni un resquicio donde puedas comerte el bacalao ajo arriero sin el regalo de varias bocanadas de humo de las mesas colindantes. Por supuesto, si pones cara de que eso te molesta, te regalan miradas asesinas de fumo-porque-quiero-y-te-jodes sin ningún tipo de descuento.

El Pincelín, Almansa. Vaya por delante que es uno de los mejores restaurantes a los que he ido. Razón de más para que me dé rabia que esta mini ley se incumpla allí, y no porque no te puedas comer unos deliciosos gazpachos marineros (los mejores del mundo) sin sabor a nicotina, sino porque lo tienes que hacer en un lugar reducido a la entrada del restaurante. Los dueños han pensado que para una mini ley no mejor es un mini espacio. Y si ese espacio está cogido, te tienes que joder y tragar humo con tus almejas de carril bañadas con el mejor Albariño disponible. Es decir, en Pincelín han entendido la ley al revés. El espacio que han habilitado (si se puede llamar espacio a esa ridícula mesa de cuatro) es para no fumadores.

El Quijote, Almansa. Este bar de trabajadores proletarios es uno de los mejores bares de menús de la localidad. Es enorme, razón por la que lo han dividido en dos zonas proporcionales para fumadores y no fumadores. Primer incumplimiento, ya que la ley obliga a que la zona para fumadores sea más pequeña que para la de no fumadores, que para eso somos, aunque parezca mentira, abrumadora mayoría. Pero el incumplimiento radica en que una vez que estás en tu zona de no fumadores, creyendo, tonto de ti, que estás libre del benzeno flotante como postre, te encuentras benzeno y todos los demás componentes danzando a tu alrededor acompañando el postre, y de paso, el resto de platos. No funciona recordarles a los camareros lo obvio. Te miran como si ellos no pudieran hacer nada, como si les estuvieras pidiendo abordar el Acorazado Potemkin.

El Pimiento, Águilas. Un esperanzador cartel de prohibido fumar te da la bienvenida. Supongo que la razón por la que un sitio tan casporro decidiera convertirse a la sana costumbre del no humo fuera porque aparece en muchas guías turísticas para guiris como typical Spanish, con sus sabrosos menús de serranitos, montaditos y pichos de la más sabrosa morería. Es un sitio que siempre me ha gustado y al que no íbamos desde mucho antes de esta birria de ley. Por eso saludé con un alivio, después de haber estado rodeado con los efluvios nicotinos del Casino, que decidiéramos tomarnos un tentempié allí, libres del gas asqueroso. Todo anduvo normal hasta que, al final de la cena, unas petardas, amigas de Isa Martos, se acercaron a nosotros y, con voz de monicacas nos preguntaron (más bien avisaron) si nos molestaba que fumaran. Me quedé mudo pensando cómo les iba a decir a unas pavas que no conocía que a mi sí me molestaba. Me limité a mirarlas como si les deseara un fusilamiento al amanecer, pero sus ansias por el carbón gaseoso eran más fuertes que cualquier capacidad para la captación de la sorna. Resultado: me cabreé como si tuviera almorranas, o sea, en silencio, y cuando no aguanté más, sobre todo, cuando vi que los camareros, como suele ser corriente, pasaban del tema, cogí mi chaqueta y fui yo el que se fue a la calle. Cuando terminaron la ingesta directa o indirecta de venenos en gas y salieron a la calle, Juan Antonio me preguntó que por qué me había enfadado. Yo le dije que si todos hubiéramos sido asertivos yo no habría tenido que recurrir a la maldita pasividad agresiva. La próxima vez, con mi mejor sonrisa, y con una gran dosis de sorna que me permita seguir con el buen humor, amenazaré con una simple denuncia. Y mientras tanto, a ver si localizo a alguna asociación de furibundos antitabaquistas que persigan una atmósfera sana mientras disfrutamos de nuestro ocio en buena sociedad.

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