domingo, 1 de febrero de 2009

¿Nos merecemos esta crisis?

Los expertos dicen que es la más gorda desde 1945. Desde el principio no dudaron en compararla con la mayor, la del 29, la que indirectamente desencadenó la II Guerra Mundial. Algo de alcance tan planetario es difícilmente imputable al ciudadano de a pie, el que ha perdido su puesto de trabajo o no sabe si lo va a perder en los próximos meses debido a la enésima ERE que las grandes empresas multinacionales llevan efectuando desde que no les salen las cuentas, al menos como sus consejos de dirección querrían. Una crisis económica se empieza a entender con cifras, sobre todo las de índole negativo: más paro, más inflación (o lo que dicen que es aún peor: deflación), menos crecimiento, intereses más altos…
La pregunta que yo, como ciudadano de a pie, me hago es si la crisis no nos la hemos buscado, cada uno de nosotros, ciudadanos de a pie. Es difícil llegar a una conclusión, especialmente si no eres economista (tal es mi caso), pero es muy recomendable abrir el debate.
Está claro que en una situación de conflicto tiene más responsabilidad quien más cuota de poder ejerce. No podemos culpar de la misma manera a los cientos de miles de trabajadores por cuenta ajena que a los grandes empresarios que, desde el pozo de los años noventa, han hecho posible que la economía creciera y se multiplicaran los puestos de trabajo en España. Los grandes empresarios fueron los que sacaron a nuestro país de una crisis indiscutible hace más de una década, una crisis caracterizada sobre todo por un paro galopante. En 1994 había zonas de España donde más de un cuarto de la población activa se pasaba los lunes y el resto de días al sol. Precisamente estos empresarios deberían haber construido un tejido socioeconómico que se hiciera más resistente a los vaivenes inevitables del carrusel capitalista, en el que el trabajador estuviera fortalecido con un poder de compra más que suficiente para encarar las épocas de vacas flacas. Pero nada de eso se produjo. Mientras el crecimiento en grandes cifras en nuestro país era la envidia del resto de la Europa unida, el trabajador seguía trabajando para las mismas míseras pesetas devaluadas en euros que dos décadas atrás. El paro se reducía, y la capacidad de compra del trabajador medio sólo se mantenía a base de empeñarse hasta las cejas. No en vano, decían los agoreros que éramos el país más endeudado de la zona euro, y eso cuando en teoría las cosas iban bien.
Añadamos a todo esto la fiebre de la construcción en el espectacular crecimiento español. Desde los albores de este nuevo siglo tan traicionero, a nadie se le pasaba por alto que fulanito de tal o menganito de cual se había forrado construyendo por aquí y por allá. Y que el cuñado o primo o amigo de fulanitos y menganitos estaba en nosecuantas obras a la vez. En 2004 el Consejo Económico Europeo advirtió la excesiva dependencia del PIB español en las frágiles aristas del ladrillo; concretamente afirmó que un 34% del mismo dependía directamente o indirectamente del vals de grúas que danzaban por la geografía española, sobre todo por la costa. Nadie con un mínimo de responsabilidad tomó nota. Ni Solbes, relevo cutre del dejar hacer neoliberal, ni las administraciones locales o regionales, lícita o ilícitamente implicadas en las ganancias a corto plazo del cemento, ni los propios empresarios metidos a constructores, empeñados en tirar de la cuerda hasta el límite. Y claro, la cuerda se rompió, muchos dicen que en EEUU con las archinombradas e infraexplicadas hipotecas basura, otros que con la crisis mundial del petróleo (qué crisis, es todo especulación, miren los más de 100 dólares que ha bajado desde agosto), otros que con los especuladores desalmados de Wall Street y nosecuantos parquets mundiales más.
El resultado es el que conocemos. ¿Hay que echarle la culpa a los empresarios, constructores, agentes de bolsa y políticos condescendientes con este neoliberalismo de halcones y palomas? Gran parte tienen, desde luego. ¿Pero qué pasa con los ciudadanos de a pie? ¿No somos mayoría? ¿No se supone que vivimos en una democracia liberal donde lo que ocurre es el resultado de una acción conjunta? Ser capaces de ser ciudadanos de a pie y tener respuestas a estas preguntas es una señal positiva de que la democracia, aunque sea regular, funciona. Fruncir el ceño, arquear los hombros, no tener idea de lo que se está preguntando o simplemente decir que eso son cosas de políticos es sinónimo de que no hemos avanzado nada desde la Ilustración. Una de las cosas que más me llaman la atención de esa filosofía de reciclaje democrático masivo que son los libros de Michael Moore es la frase que dice que la democracia la hacemos todos, que no es un sistema donde el ciudadano relega poder a sus representantes, sino que es un sistema donde el ciudadano se siente poderoso todos los días, con poder para, aunque sea de manera mínima saber cambiar las cosas. Ese poder se logra a través de cartas a periódicos (muy viejo, ya lo sé), creación de redes sociales y blogs (muy innovador), pero también hablando con tus vecinos, involucrándote con todas las asociaciones que están en tu barrio y localidad que sean de tu interés. Y si eres trabajador, con las únicas asociaciones que, mal que bien, velan todavía por tus intereses: los sindicatos. Es espeluznante observar cómo España es el país donde menos afiliados sindicales hay, que es lo mismo que decir que es el país donde los trabajadores están más desprotegidos de sus supuestos derechos.
Dice Zapatero que nos esperan tiempos difíciles. Creo que es una de las peores responsabilidades de un presidente advertir a sus ciudadanos de una realidad como esta, pero siempre es preferible a una mentira de Disneylandia que es lo que harían los relevistas del neoliberalismo, Esperanza Aguirre a la cabeza. Además de eso, debería llamar a cada uno de nosotros a la responsabilidad, y eso consiste en hacer que cada uno se preguntase qué es lo que ha hecho o dejado de hacer para que los mismos avaros de siempre hayan vaciado la saca. Una responsabilidad conjunta de acción democrática es el único telón de fondo que pueda garantizar una salida fortalecida de la crisis.

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