Es difícil no ver una película que no sea norteamericana. Lo que cada vez es más difícil es ver una que verdaderamente merezca la pena. Este fin de semana, entre sala comercial, filmoteca y el sofá de mi casa, he visto tres que resumen los credos y dolencias del imperio americano que me ha tocado vivir. En otro artículo hizo referencia a la espina dorsal del mismo, a través de un somero análisis de Pozos de Ambición y La Guerra de Charlie Wilson. Aquí hablaré de cómo la creencia en el individualismo no es suficiente para sustentar esa consecución de la felicidad de la que la Constitución de George Washington y amigos habla en algún artículo preliminar.
The Fountainhead (King Vidor, 1949) es un canto al individualismo y a la capacidad de logro del hombre hecho a sí mismo, o como allá dicen, the self-made man. Howard Roark (memorable Gary Cooper que estás en los cielos) es un arquitecto con ambiciones pero con ideas poco ortodoxas y muy desviadas de lo que la masa concibe como aceptable. Tras numerosos fracasos y rechazos, consigue imponerse a la corriente aborregada gracias a su persistencia, fe en sí mismo y su pertinaz empeño en conseguir aquello en lo que cree. Su grandeza como hombre de ideas y de logros llega al estado de mito en la escena final, cuando se erige frente al mundo en el edificio más alto de Nueva York, construido por encargo de Gail Winnard, director del periódico The Banner, publicación amarillista que en más de una ocasión había hundido el prestigio de Roark.
Bigger than Life (Nicholas Ray, 1956) muestra la cara reprimida de la sociedad conformista y consumista de los años 50, sólo liberada a través de un medicamento que lleva al protagonista a la locura y al extrañamiento.
The Savages (Tamara Jenkins, 2007) representa la desituación de esta generación nuestra (en la que me incluyo) respecto a los valores heredados no se sabe cuándo. El individualismo que prevalece en The Fountainhead, el sacrificio por la familia, que de todas maneras no funciona, en Bigger than Life, no son garantías para la consecución de la felicidad para los hermanos Savage, Wendy y Jon, en el momento en el que se tienen que hacer cargo de su moribundo padre, al que ninguno de los dos quiere por motivos que sólo al final descubrimos. La expiación de la mediocridad y la culpa sólo es posible a través de algo tan añejo y tan estimulador para la catarsis como la propia creación. Wendy Savage, a pesar de las dificultades, logra escribir una obra de teatro en la que expulsa los demonios de una familia que nunca eligió.
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