Hace ya más medio año que me fui con Miguel, Juanfran y Tere a alcanzar el cículo polar en verano. Siempre he sentido fascinación por los países septentrionales, sobre todo si van precedidos por fama de civilizados. Finlandia, según el informe pisa de los cojones, es el país con mejor nivel educativo, y eso que allí no se puede repetir de curso. Buena nota deberían tomar los centinelas de la repetición. En fin, mi objetivo no es hablar de educación, sobre todo estos días que estoy de baja médica por depresión, sino recordar lo que hicimos mis amigos y yo el último verano.
Estocolmo me recordó a las películas de Bergman más sofisticadas, y eso que la mayoría están ambientadas en zonas rurales. Será que tiendo a mezclar el espíritu del recién fallecido director con el inmortal Woody Allen. Las iglesias de torres empinadas y las calles estrechas del Gamla Stan me recordaban la escena onírica de Fresas Salvajes en la que el protagonista sueña con su propia muerte, o al menos, con su propio entierro. Además de eso, recuerdo los tranvías, el bullicio tranquilo, el mar confundiéndose con el lago, los puentes, las tardes alargadas, los chicos con esa belleza tan asombrosamente elegante.
Tras cuatro días de apacibles paseos, relajadas y caras cenas con arenques y otros peces del norte, nos embarcamos en la Viking Line rumbo a Helsinki. Fue una de mis apuestas más arriesgadas para el viaje, ya que nunca antes había hecho una travesía en barco y me daba punto atravesar parte del Báltico. Es difícil olvidar las pequeñas islas que dificultan la orografía costera sueca mientras no llegaba a anochecer del todo. O la sauna a bordo llena de finlandeses ahítos por salir de ella y empanzonarse de alcohol barato. Y no es nosotros no lo hiciéramos. La botella de Jack Daniels que los cuatro nos zampamos a palo seco mientras llegamos a las islas Arland es uno de los recuerdos más brumosos que tenemos de la travesía. Yo apenas pegué ojo en nuestro pequeño camarote para cuatro. Cuando amaneció (apenas tres horas después de haber anochecido) entendí que era una de las pocas oportunidades que iba a tener de ver el mar abierto, como así hice. Qué pena que no hubiera a esas pequeñas horas ningún bar abierto porque me moría por un café por muy aguado que estuviera.
Helsinki nos sorprendió a los cuatro, quizá porque nos habían dicho que era la ciudad más fea del Báltico. Nada más lejos de la realidad, y eso que hay muchas ciudades ribereñas del nórdico mar que desconocemos. Es una ciudad austera y bien organizada, pero de fea nada. Incluso yo diría que dentro de unas décadas será una ciudad muy reseñada por su nueva arquitectura.
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