
Una de las muchas cosas que me unen a Miguel es nuestra pasión por la música clásica, y eso que dentro del amplio repertorio nuestras predilecciones difieren. Él prefiere todo aquello anterior a Mozart, lo que normalmente se suele considerar en forma estricta clasicismo, y yo me decanto más por todo lo contemporáneo y posterior a ese milagro de la naturaleza llamado Ludwig van Beethoven. Nuestro gusto por las artes escénicas hace que la ópera sea un punto de encuentro de nuestros deleites melómanos. Es por ello por lo que hace dos años esperábamos como agua de mayo la apertura del Palau de les Arts, desafortunadamente bautizado como Reina Sofía (qué originalidad). Durante la primera temporada no dudamos en sacarnos un abono que nos permitiera asistir, sin estrés a la hora de conseguir las entradas, a un número importante de representaciones. De esta manera disfrutamos de, por este orden, Fidelio, La Boheme, Don Giovanni, Les Sortileges et les enfants, El Oro del Rin y La Valquiria. Fue una temporada fantástica, no carente sin embargo de ciertos contratiempos. El más importante, sin duda, fue el fiasco escénico de Don Giovanni, una ópera que se debió suspender a causa del desplome de parte del escenario (¡ay, esas prisas por inaugurar, tan típicas de este país!) Mi amiga Miriam eligió esa ópera para llevar al que por entonces era sólo su prometido, Juan, nada amante de esta forma de representación musical. Yo mismo se la recomendé ya que entendí que era una buena manera de tomar contacto con la ópera debido a las numerosas arias conocidas que tiene y que la acción es archisabida. Más hubiera valido que lo hubiese llevado a ver una ópera de Schönberg, porque con lo que se encontraron fue con un concierto recitado ante la ausencia casi total de escenario. Además, el sitio que compraron a precio de oro les ofrecía, sobre el papel, visibilidad parcial. En realidad, la visibilidad era casi nula, como pudimos observar Miguel y yo.
Esa es precisamente otra de las objeciones que le hacemos al Palau de les Arts (nunca lo llamaré Reina Sofía, lo juro): su innecesaria incomodidad. Afortunadamente, este año se han eliminado aquellas localidades que ofrecían una visibilidad nula, y se han mejorado aquellas que la ofrecían sólo parcial, y es que no es cuestión de estafar al personal dado el precio escandaloso de las entradas. Sin embargo, hay ciertas incomodidades que persisten. Para empezar, todas las localidades fuera de la platea están diseñadas para enanos. Si mides más de 1,70 terminas la obra con el síndrome de la clase turista. Tienes las piernas como si acabaras de aterrizar de un vuelo desde Singapur. Luego está el problema de los subtítulos. Han querido ser tan modernos y tan cosmopolitas en el Palau que, en vez de ofrecer un sobretítulo para todo el mundo encima del escenario, te ofrecen uno individual en la butaca de enfrente para que tú mismo puedas elegir en qué idioma quieres seguir la acción. Bonita manera de eludir el frentismo lingüístico en una comunidad bilingüe. Seguro que hubiera habido movida si hubiesen puesto un sobretítulo único en un idioma único. El problema es que, al haber tan poco espacio entre butaca y butaca, mientras escuchas los avatares de Fígaro en la escena y tratas de entenderlos en el sobretítulo de la butaca de enfrente tu cuello va cogiendo un paulatino agarrotamiento que se acerca a la tortícolis a medida que el acto va llegando a su final.
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