sábado, 29 de marzo de 2008

DESAPARECIDA Y FAGO: LA REALIDAD COMO MUESTRARIO GÓTICO EN LAS SERIES DE TELEVISIÓN

Hace poco leía en un artículo de una revista especializada cómo el género gótico, tan común en la literatura de finales del siglo de las luces con títulos como El Monje, Frankenstein o El Castillo de Otranto, ha vuelto con fuerza a finales del siglo XX, e incluso se ha introducido en este nuevo siglo de violencia preventiva. Sin embargo, a diferencia de los fantasmas de las postrimerías de la Ilustración, en nuestro tiempo lo gótico no se estructura en forma de ficción, sino que tiene en la propia realidad su punto de inflexión. Ese artículo venía a ilustrar el gusto por lo desagradable, lo sangriento, lo oculto y lo sorprendente a través de la gran repercusión que tienen los reality shows en la cultura popular contemporánea. Aunque el citado artículo se refiere a la sociedad norteamericana, nosotros podemos establecer un paralelismo con nuestra propia sociedad española, donde la televisión pública ha dado una importante vuelta de tuerca a guisa de torsión barroca: ha mezclado la realidad con la ficción, y ha creado dos series televisivas a partir de sendos sucesos macabros que ocuparon, y siguen ocupando, páginas en las secciones innominadas de sucesos en los periódicos.

El caso Madeleine todavía sigue siendo un misterio porque no se ha descubierto algo que en cualquier trama negra es imprescindible para la resolución de cualquier caso: el cuerpo de la supuesta víctima. A la misma vez que sus progenitores desfilaban por medios de comunicación como culpables o sufrientes, TVE nos regalaba una serie de trece capítulos que, en teoría, no tenía nada que ver con ese caso. Los paralelismos y la coincidencia, no obstante eran tan patentes que cuando Desaparecida fue anunciada a bombo y platillo la sempiterna Ana Blanco tuvo que insistir en los informativos que el morbo era algo absolutamente alejado de la serie. Comencé a verla de casualidad y con muchas reservas, con el mando en la mano dispuesto a cambiar de canal o incluso apagar el aparato en el momento en el que ciertos clichés asomaran a la pantalla. Sin embargo, con lo que me encontré fue con un espectacular trabajo de actores, tanto conocidos y apreciados (Carlos Hipólito, Miguel Ángel Solá) como sorprendentes (quién iba a decir que Luisa Martín era la insoportable chacha de Médico de Familia). También me encontré con un guión acertadísimo, aunque un tanto reiterativo en algunos capítulos, con un tempo muy bien estudiado y un trabajo de cámara que sin ser de Coppola, estaba muy a la altura de una buena serie de televisión.

Viendo el relativo éxito de la serie (quizá demasiado buena para haber barrido en audiencia), el ente público ha entendido que la realidad es el mejor escaparate para conseguir el efecto que otras cadenas han intentado con infumables internados. Consiguientemente, ha adaptado, ya sin demasiados rodeos ficticios, los sucesos de un pequeño pueblo pirenaico en el que los vecinos urdieron una trama para quitarse de en medio a un aparentemente despótico alcalde. Aunque esta mini serie no ha tenido ni la dirección ni el nivel actoral de Desaparecida, la audiencia, acompañada del morbo por un caso aún sin dictaminar, no le ha dado la espalda. Es de esperar que dentro de poco alguna cadena ruede otra serie basada en los sucesos perpetrados por Santiago del Valle en Huelva y los inoperantes funcionarios de justicia en los juzgados andaluces. Es de esperar, asimismo, que esta torsión gótica de la realidad esté acompañada de cierto rigor artístico, que a fin de cuentas es lo que redime a la buena televisión y la diferencia de la televisión basura.

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