Constantinos Cavafis nació en Alejandría en 1863, hijo de una familia griega de ricos comerciantes. A la edad de siete años marcha a Londres, donde recibiría buena parte de su educación justo hasta sus primeros años de pubertad. A la edad de catorce se traslada a Estambul, ciudad que le fascina tanto por su clima y suntuosidad como por la permisividad que en ella encontraría para sus primeros escarceos sexuales, lejos de la rigidez de los collages ingleses. Fue asimismo en la vieja Constantinopla donde Cavafis se inicia como poeta. Tras viajar por Francia, Italia y Grecia, termina estableciéndose en su ciudad natal, trabajando para sus sustento al servicio del Ministerio egipcio de Riegos y entrando en contacto con otros intelectuales que defendían las formas coloquiales del girego moderno, lengua en la que expresaría toda su obra y en la que ya en esos tempranos años publicaría algunos poemas en diversas publicaciones egipcias. Pero Cavafis no fue un poeta que buscara fama en vida. Su amistad con el escritor E.M. Forster (del que nos dedicamos en el pasado número) ayudó a que sus poemas se conocieran en Inglaterra y otros países de Europa occidental incluso antes que en Grecia. Sólo después de su muerte en 1933 en Atenas se publicaron recopiladas las escasamente 150 composiciones poéticas (amén de aquéllas que por separado vieron la luz) bajo un orden que él mismo dejó establecido.
A pesar de que su producción fue poco extensa, para nosotros y para todo el mundo en general, no deja de ser notoria, sobre todo teniendo en cuenta de que coincidió en varias fases de su vida primero con Oscar Wilde, luego con André Gide y Marcel Proust y más adelante con el propio Forster, todos ellos homosexuales y con un indeleble rasgo autonegador en sus intentos por ficcionalizar esa faceta de su comportamiento humano, bien fuera utilizando numerosos subterfugios narrativos y poéticos, describiendo personajes que se codean con la autodestrucción (como el protagosnista de El Inmoralista), o dejando obras en los archivos “para un momento mejor”, como le ocurrió a la afamada Maurice. En comparación con la situación de las pricipales figuras homosexuales de la literatura europea de principio de siglo, Constantine Cavafis supuso una excepción en tanto que, a través de sus versos, al amor le llama amor y al hombre, hombre, una honestidad que sólo tiene un precedente en la literatura occidental contemporánea: el americano Walt Whitman, quien de todas formas al amor le llamó camaradería. La ausencia de claves, metáforas u otras figuras para enmascarar un amor que apenas aún se atrevía a pronunciar su nombre la encontramos en versos como los siguientes, extraídos del poema titulado Dos jóvenes de Veintitrés a Veinticuatro Años:
Sus bellos rostros, su arrebatadora juventud,
el amor sensual que se tenían,
se vieron refrescados, revivieron se reconfortaron (...)
y plenos de gozo y energía, sentimiento y belleza
se fueron –no a las casas de sus honradas familias
(donde por otra parte ya no les querían):
sino a una que ellos conocían...
La poesía de Cavafis, como se puede apreciar en el fragmento anterior, está cargada de un erotismo bastante diáfano, que acaricia con contundencia al lector. De la misma forma, es una poesía ciertamente narrativa, casi desprovista de figuras retóricas y que recuerda bastante a los epigramas eróticos de la antigüedad grecolatina, muchos de los cuales se conservan, y de los que el escritor griego posiblemente se inspirase. En sus composiciones, Cavafis intenta retoma lugares como la Grecia Romana, justo antes del advenimiento del cristianismo, escogiendo nombres propios en los que la historia y la ficción se entremezclan hasta el punto de retar al más arduo historiador acerca de la veracidad histórica de ciertos personajes. En otros poemas -en la mayoría- el tiempo ficticio es el suyo contemporáneo; sus personajes, jóvenes trabajadores de las capas más bajas; y la acción, sus más genuinos deseos en los que por una vez, la sinceridad no encuentrá corsé alguno en la pluma del poeta.
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